CARTA ENCÍCLICA
CASTI
CONNUBII
DEL PAPA PÍO
XI
SOBRE EL MATRIMONIO CRISTIANO
1. Cuán grande sea
la dignidad del casto matrimonio, principalmente puede colegirse, Venerables
Hermanos, de que habiendo Cristo, Señor nuestro e Hijo del Eterno Padre, tomado
la carne del hombre caído, no solamente quiso incluir de un modo peculiar este
principio y fundamento de la sociedad doméstica y hasta del humano consorcio en
aquel su amantísimo designio de redimir, como lo hizo, a nuestro linaje, sino
que también lo elevó a verdadero y gran [1] sacramento de la Nueva Ley,
restituyéndolo antes a la primitiva pureza de la divina institución y
encomendando toda su disciplina y cuidado a su Esposa la
Iglesia.
Para que de tal
renovación del matrimonio se recojan los frutos anhelados, en todos los lugares
del mundo y en todos los tiempos, es necesario primeramente iluminar las
inteligencias de los hombres con la genuina doctrina de Cristo sobre el
matrimonio; es necesario, además, que los cónyuges cristianos, robustecidas sus
flacas voluntades con la gracia interior de Dios, se conduzcan en todos sus
pensamientos y en todas sus obras en consonancia con la purísima ley de Cristo,
a fin de obtener para sí y para sus familias la verdadera paz y
felicidad.
2. Ocurre, sin
embargo, que no solamente Nos, observando con paternales miradas el mundo entero
desde esta como apostólica atalaya, sino también vosotros, Venerables Hermanos,
contempláis y sentidamente os condoléis con Nos de que muchos hombres, dando al
olvido la divina obra de dicha restauración, o desconocen por completo la
santidad excelsa del matrimonio cristiano, o la niegan descaradamente, o la
conculcan, apoyándose en falsos principios de una nueva y perversísima
moralidad. Contra estos perniciosos errores y depravadas costumbres, que ya han
comenzado a cundir entre los fieles, haciendo esfuerzos solapados por
introducirse más profundamente, creemos que es Nuestro deber, en razón de
Nuestro oficio de Vicario de Cristo en la tierra y de supremo Pastor y Maestro,
levantar la voz, a fin de alejar de los emponzoñados pastos y, en cuanto está de
Nuestra parte, conservar inmunes a las ovejas que nos han sido
encomendadas.
Por eso,
Venerables Hermanos, Nos hemos determinado a dirigir la palabra primeramente a
vosotros, y por medio de vosotros a toda la Iglesia católica, más aún, a todo el
género humano, para hablaros acerca de la naturaleza del matrimonio cristiano,
de su dignidad y de las utilidades y beneficios que de él se derivan para la
familia y la misma sociedad humana, de los errores contrarios a este
importantísimo capítulo de la doctrina evangélica, de los vicios que se oponen a
la vida conyugal y, últimamente, de los principales remedios que es preciso
poner en práctica, siguiendo así las huellas de Nuestro Predecesor León XIII, de
s. m., cuya encíclica Arcanum[2], publicada hace ya cincuenta años, sobre
el matrimonio cristiano, hacemos Nuestra por esta Nuestra Encíclica y la
confirmamos, exponiendo algunos puntos con mayor amplitud, por requerirlo así
las circunstancias y exigencias de nuestro tiempo, y declaramos que aquélla no
sólo no ha caído en desuso sino que conserva pleno todavía su
vigor.
3. Y comenzando
por esa misma Encíclica, encaminada casi totalmente a reivindicar la divina
institución del matrimonio, su dignidad sacramental y su perpetua estabilidad,
quede asentado, en primer lugar, como fundamento firme e inviolable, que el
matrimonio no fue instituido ni restaurado por obra de los hombres, sino por
obra divina; que no fue protegido, confirmado ni elevado con leyes humanas, sino
con leyes del mismo Dios, autor de la naturaleza, y de Cristo Señor, Redentor de
la misma, y que, por lo tanto, sus leyes no pueden estar sujetas al arbitrio de
ningún hombre, ni siquiera al acuerdo contrario de los mismos cónyuges. Esta es
la doctrina de la Sagrada Escritura[3], ésta la constante tradición de la
Iglesia universal, ésta la definición solemne del santo Concilio de Trento, el
cual, con las mismas palabras del texto sagrado, expone y confirma que el
perpetuo e indisoluble vínculo del matrimonio, su unidad y su estabilidad tienen
por autor a Dios[4].
Mas aunque el
matrimonio sea de institución divina por su misma naturaleza, con todo, la
voluntad humana tiene también en él su parte, y por cierto nobilísima, porque
todo matrimonio, en cuanto que es unión conyugal entre un determinado hombre y
una determinada mujer, no se realiza sin el libre consentimiento de ambos
esposos, y este acto libre de la voluntad, por el cual una y otra parte entrega
y acepta el derecho propio del matrimonio[5], es tan necesario para la
constitución del verdadero matrimonio, que ninguna potestad humana lo puede
suplir[6]. Es cierto que esta libertad no da más atribuciones a los cónyuges que
la de determinarse o no a contraer matrimonio y a contraerlo precisamente con
tal o cual persona, pero está totalmente fuera de los límites de la libertad del
hombre la naturaleza del matrimonio, de tal suerte que si alguien ha contraído
ya matrimonio se halla sujeto a sus leyes y propiedades esenciales. Y así el
Angélico Doctor, tratando de la fidelidad y de la prole, dice: "Estas nacen en
el matrimonio en virtud del mismo pacto conyugal, de tal manera que si se
llegase a expresar en el consentimiento, causa del matrimonio, algo que les
fuera contrario, no habría verdadero matrimonio"[7].
Por obra, pues,
del matrimonio, se juntan y se funden las almas aun antes y más estrechamente
que los cuerpos, y esto no con un afecto pasajero de los sentidos o del
espíritu, sino con una determinación firme y deliberada de las voluntades; y de
esta unión de las almas surge, porque así Dios lo ha establecido, un vínculo
sagrado e inviolable.
4. Tal es y tan
singular la naturaleza propia de este contrato, que en virtud de ella se
distingue totalmente, así de los ayuntamientos propios de las bestias, que,
privadas de razón y voluntad libre, se gobiernan únicamente por el instinto
ciego de su naturaleza, como de aquellas uniones libres de los hombres que
carecen de todo vínculo verdadero y honesto de la voluntad, y están destituidas
de todo derecho para la vida doméstica.
De donde se
desprende que la autoridad tiene el derecho y, por lo tanto, el deber de
reprimir las uniones torpes que se oponen a la razón y a la naturaleza,
impedirlas y castigarlas, y, como quiera que se trata de un asunto que fluye de
la naturaleza misma del hombre, no es menor la certidumbre con que consta lo que
claramente advirtió Nuestro Predecesor, de s. m., León XIII[8]: No hay duda de
que, al elegir el género de vida, está en el arbitrio y voluntad propia una de
estas dos cosas: o seguir el consejo de guardar virginidad dado por Jesucristo,
u obligarse con el vínculo matrimonial. Ninguna ley humana puede privar a un
hombre del derecho natural y originario de casarse, ni circunscribir en manera
alguna la razón principal de las nupcias, establecida por Dios desde el
principio: "Creced y multiplicaos"[9].
Hállase, por lo
tanto, constituido el sagrado consorcio del legítimo matrimonio por la voluntad
divina a la vez que por la humana: de Dios provienen la institución, los fines,
las leyes, los bienes del matrimonio; del hombre, con la ayuda y cooperación de
Dios, depende la existencia de cualquier matrimonio particular —por la generosa donación de la propia persona a otra,
por toda la vida—, con los deberes y con los bienes establecidos por
Dios.
5. Comenzando
ahora a exponer, Venerables Hermanos, cuáles y cuán grandes sean los bienes
concedidos por Dios al verdadero matrimonio, se Nos ocurren las palabras de
aquel preclarísimo Doctor de la Iglesia a quien recientemente ensalzamos en
Nuestra encíclica Ad salutem[10], dada con ocasión del XV centenario de
su muerte. Estos, dice San Agustín, son los bienes por los cuales son buenas las
nupcias: prole, fidelidad, sacramento[11]. De qué modo
estos tres capítulos contengan con razón un síntesis fecunda de toda la doctrina
del matrimonio cristiano, lo declara expresamente el mismo santo Doctor, cuando
dice: "En la fidelidad se atiende a que, fuera del vínculo conyugal, no
se unan con otro o con otra; en la prole, a que ésta se reciba con amor,
se críe con benignidad y se eduque religiosamente; en el sacramento, a
que el matrimonio no se disuelva, y a que el repudiado o repudiada no se una a
otro ni aun por razón de la prole. Esta es la ley del matrimonio: no sólo
ennoblece la fecundidad de la naturaleza, sino que reprime la perversidad de la
incontinencia[12].
6. La prole, por
lo tanto, ocupa el primer lugar entre los bienes del matrimonio. Y por cierto
que el mismo Creador del linaje humano, que quiso benignamente valerse de los
hombres como de cooperadores en la propagación de la vida, lo enseñó así cuando,
al instituir el matrimonio en el paraíso, dijo a nuestros primeros padres, y por
ellos a todos los futuros cónyuges: Creced y multiplicaos y llenad la
tierra[13].
Lo cual también
bellamente deduce San Agustín de las palabras del apóstol San Pablo a
Timoteo[14], cuando dice: «Que se celebre el matrimonio con el fin de engendrar,
lo testifica así el Apóstol: "Quiero —dice— que los jóvenes se casen". Y como se le preguntara:
"¿Con qué fin?, añade en seguida: Para que procreen hijos, para que sean madres
de familia"»[15].
Cuán grande sea
este beneficio de Dios y bien del matrimonio se deduce de la dignidad y altísimo
fin del hombre. Porque el hombre, en virtud de la preeminencia de su naturaleza
racional, supera a todas las restantes criaturas visibles. Dios, además, quiere
que sean engendrados los hombres no solamente para que vivan y llenen la tierra,
sino muy principalmente para que sean adoradores suyos, le conozcan y le amen, y
finalmente le gocen para siempre en el cielo; fin que, por la admirable
elevación del hombre, hecha por Dios al orden sobrenatural, supera a cuanto el
ojo vio y el oído oyó y pudo entrar en el corazón del hombre[16]. De donde
fácilmente aparece cuán grande don de la divina bondad y cuán egregio fruto del
matrimonio sean los hijos, que vienen a este mundo por la virtud omnipotente de
Dios, con la cooperación de los esposos.
7. Tengan, por
lo tanto, en cuenta los padres cristianos que no están destinados únicamente a
propagar y conservar el género humano en la tierra, más aún, ni siquiera a
educar cualquier clase de adoradores del Dios verdadero, sino a injertar nueva
descendencia en la Iglesia de Cristo, a procrear ciudadanos de los Santos y
familiares de Dios[17], a fin de que cada día crezca más el pueblo dedicado al
culto de nuestro Dios y Salvador. Y con ser cierto que los cónyuges cristianos,
aun cuando ellos estén justificados, no pueden transmitir la justificación a sus
hijos, sino que, por lo contrario, la natural generación de la vida es camino de
muerte, por el que se comunica a la prole el pecado original; con todo, en
alguna manera, participan de aquel primitivo matrimonio del paraíso terrenal,
pues a ellos toca ofrecer a la Iglesia sus propios hijos, a fin de que esta
fecundísima madre de los hijos de Dios los regenere a la justicia sobrenatural
por el agua del bautismo, y se hagan miembros vivos de Cristo, partícipes de la
vida inmortal y herederos, en fin, de la gloria eterna, que todos de corazón
anhelamos.
Considerando
estas cosas la madre cristiana entenderá, sin duda, que de ella, en un sentido
más profundo y consolador, dijo nuestro Redentor: "La mujer..., una vez que ha
dado a luz al infante, ya no se acuerda de su angustia, por su gozo de haber
dado un hombre al mundo"[18], y superando todas las angustias, cuidados y cargas
maternales, mucho más justa y santamente que aquella matrona romana, la madre de
los Gracos, se gloriará en el Señor de la floridísima corona de sus hijos. Y
ambos esposos, recibiendo de la mano de Dios estos hijos con buen ánimo y
gratitud, los considerarán como un tesoro que Dios les ha encomendado, no para
que lo empleen exclusivamente en utilidad propia o de la sociedad humana, sino
para que lo restituyan al Señor, con provecho, en el día de la cuenta
final.
8. El bien de la
prole no acaba con la procreación: necesario es que a ésta venga a añadirse un
segundo bien, que consiste en la debida educación de la misma. Porque
insuficientemente, en verdad, hubiera provisto Dios, sapientísimo, a los hijos,
más aún, a todo el género humano, si además no hubiese encomendado el derecho y
la obligación de educar a quienes dio el derecho y la potestad de engendrar.
Porque a nadie se le oculta que la prole no se basta ni se puede proveer a sí
misma, no ya en las cosas pertenecientes a la vida natural, pero mucho menos en
todo cuanto pertenece al orden sobrenatural, sino que, durante muchos años,
necesita el auxilio de la instrucción y de la educación de los demás. Y está
bien claro, según lo exigen Dios y la naturaleza, que este derecho y obligación
de educar a la prole pertenece, en primer lugar, a quienes con la generación
incoaron la obra de la naturaleza, estándoles prohibido el exponer la obra
comenzada a una segura ruina, dejándola imperfecta. Ahora bien, en el matrimonio
es donde se proveyó mejor a esta tan necesaria educación de los hijos, pues
estando los padres unidos entre sí con vínculo indisoluble, siempre se halla a
mano su cooperación y mutuo auxilio.
Todo lo cual,
porque ya en otra ocasión tratamos copiosamente de la cristiana educación[19] de
la juventud, encerraremos en las citadas palabras de San Agustín: "En orden a la
prole se requiere que se la reciba con amor y se la eduque religiosamente"[20],
y lo mismo dice con frase enérgica el Código de derecho canónico: "El fin
primario del matrimonio es la procreación y educación de la
prole"[21].
Por último, no
se debe omitir que, por ser de tanta dignidad y de tan capital importancia esta
doble función encomendada a los padres para el bien de los hijos, todo honesto
ejercicio de la facultad dada por Dios en orden a la procreación de nuevas
vidas, por prescripción del mismo Creador y de la ley natural, es derecho y
prerrogativa exclusivos del matrimonio y debe absolutamente encerrarse en el
santuario de la vida conyugal.
9. El segundo de
los bienes del matrimonio, enumerados, como dijimos, por San Agustín, es la
fidelidad, que consiste en la mutua lealtad de los cónyuges en el cumplimiento
del contrato matrimonial, de tal modo que lo que en este contrato, sancionado
por la ley divina, compete a una de las partes, ni a ella le sea negado ni a
ningún otro permitido; ni al cónyuge mismo se conceda lo que jamás puede
concederse, por ser contrario a las divinas leyes y del todo disconforme con la
fidelidad del matrimonio.
Tal fidelidad
exige, por lo tanto, y en primer lugar, la absoluta unidad del matrimonio, ya
prefigurada por el mismo Creador en el de nuestros primeros padres, cuando quiso
que no se instituyera sino entre un hombre y una mujer. Y aunque después Dios,
supremo legislador, mitigó un tanto esta primitiva ley por algún tiempo, la ley
evangélica, sin que quede lugar a duda ninguna, restituyó íntegramente aquella
primera y perfecta unidad y derogó toda excepción, como lo demuestran sin sombra
de duda las palabras de Cristo y la doctrina y práctica constante de la Iglesia.
Con razón, pues, el santo Concilio de Trento declaró lo siguiente: que por razón
de este vínculo tan sólo dos puedan unirse, lo enseñó claramente Cristo nuestro
Señor cuando dijo: "Por lo tanto, ya no son dos, sino una sola
carne"[22].
Mas no solamente
plugo a Cristo nuestro Señor condenar toda forma de lo que suelen llamar
poligamia y poliandria simultánea o sucesiva, o cualquier otro acto deshonesto
externo, sino también los mismos pensamientos y deseos voluntarios de todas
estas cosas, a fin de guardar inviolado en absoluto el sagrado santuario de la
familia: "Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer para codiciarla ya
adulteró en su corazón"[23]. Las cuales palabras de Cristo nuestro Señor ni
siquiera con el consentimiento mutuo de las partes pueden anularse, pues
manifiestan una ley natural y divina que la voluntad de los hombres jamás puede
quebrantar ni desviar[24].
Más aún, hasta
las mutuas relaciones de familiaridad entre los cónyuges deben estar adornadas
con la nota de castidad, para que el beneficio de la fidelidad resplandezca con
el decoro debido, de suerte que los cónyuges se conduzcan en todas las cosas
conforme a la ley de Dios y de la naturaleza y procuren cumplir la voluntad
sapientísima y santísima del Creador, con entera y sumisa reverencia a la divina
obra.
Esta que llama,
con mucha propiedad, San Agustín, fidelidad en la castidad, florece más fácil y
mucho más agradable y noblemente, considerado otro motivo importantísimo, a
saber: el amor conyugal, que penetra todos los deberes de la vida de los esposos
y tiene cierto principado de nobleza en el matrimonio cristiano: «Pide, además,
la fidelidad del matrimonio que el varón y la mujer estén unidos por cierto amor
santo, puro, singular; que no se amen como adúlteros, sino como Cristo amó a la
Iglesia, pues esta ley dio el Apóstol cuando dijo: "Maridos, amad a vuestras
mujeres como Cristo amó a la Iglesia"[25], y cierto que El la amó con aquella su
infinita caridad, no para utilidad suya, sino proponiéndose tan sólo la utilidad
de la Esposa»[26]. Amor, decimos, que no se funda solamente en el apetito
carnal, fugaz y perecedero, ni en palabras regaladas, sino en el afecto íntimo
del alma y que se comprueba con las obras, puesto que, como suele decirse, obras
son amores y no buenas razones[27].
Todo lo cual no
sólo comprende el auxilio mutuo en la sociedad doméstica, sino que es necesario
que se extienda también y aun que se ordene sobre todo a la ayuda recíproca de
los cónyuges en orden a la formación y perfección, mayor cada día, del hombre
interior, de tal manera que por su mutua unión de vida crezcan más y más también
cada día en la virtud y sobre todo en la verdadera caridad para con Dios y para
con el prójimo, de la cual, en último término, "depende toda la ley y los
profetas"[28]. Todos, en efecto, de cualquier condición que sean y cualquiera
que sea el género honesto de vida que lleven, pueden y deben imitar aquel
ejemplar absoluto de toda santidad que Dios señaló a los hombres, Cristo nuestro
Señor; y, con ayuda de Dios, llegar incluso a la cumbre más alta de la
perfección cristiana, como se puede comprobar con el ejemplo de muchos
santos.
Esta recíproca
formación interior de los esposos, este cuidado asiduo de mutua perfección puede
llamarse también, en cierto sentido muy verdadero, como enseña el Catecismo
Romano[29], la causa y razón primera del matrimonio, con tal que el
matrimonio no se tome estrictamente como una institución que tiene por fin
procrear y educar convenientemente los hijos, sino en un sentido más amplio,
cual comunidad, práctica y sociedad de toda la vida.
Con este mismo
amor es menester que se concilien los restantes derechos y deberes del
matrimonio, pues no sólo ha de ser de justicia, sino también norma de caridad
aquello del Apóstol: "El marido pague a la mujer el débito; y, de la misma
suerte, la mujer al marido"[30].
10. Finalmente,
robustecida la sociedad doméstica con el vínculo de esta caridad, es necesario
que en ella florezca lo que San Agustín llamaba jerarquía del amor, la cual
abraza tanto la primacía del varón sobre la mujer y los hijos como la diligente
sumisión de la mujer y su rendida obediencia, recomendada por el Apóstol con
estas palabras: "Las casadas estén sujetas a sus maridos, como al Señor; porque
el hombre es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la
Iglesia"[31].
Tal sumisión no
niega ni quita la libertad que en pleno derecho compete a la mujer, así por su
dignidad de persona humana como por sus nobilísimas funciones de esposa, madre y
compañera, ni la obliga a dar satisfacción a cualesquiera gustos del marido, no
muy conformes quizá con la razón o la dignidad de esposa, ni, finalmente, enseña
que se haya de equiparar la esposa con aquellas personas que en derecho se
llaman menores y a las que por falta de madurez de juicio o por desconocimiento
de los asuntos humanos no se les suele conceder el ejercicio de sus derechos,
sino que, por lo contrario, prohibe aquella exagerada licencia, que no se cuida
del bien de la familia, prohibe que en este cuerpo de la familia se separe el
corazón de la cabeza, con grandísimo detrimento del conjunto y con próximo
peligro de ruina, pues si el varón es la cabeza, la mujer es el corazón, y como
aquél tiene el principado del gobierno, ésta puede y debe reclamar para sí, como
cosa que le pertenece, el principado del amor.
El grado y modo
de tal sumisión de la mujer al marido puede variar según las varias condiciones
de las personas, de los lugares y de los tiempos; más aún, si el marido faltase
a sus deberes, debe la mujer hacer sus veces en la dirección de la familia. Pero
tocar o destruir la misma estructura familiar y su ley fundamental, establecida
y confirmada por Dios, no es lícito en tiempo alguno ni en ninguna
parte.
Sobre el orden
que debe guardarse entre el marido y la mujer, sabiamente enseña Nuestro
Predecesor León XIII, de s. m., en su ya citada Encíclica acerca del matrimonio
cristiano: "El varón es el jefe de la familia y cabeza de la mujer, la cual, sin
embargo, puesto que es carne de su carne y hueso de sus huesos, debe someterse y
obedecer al marido, no a modo de esclava, sino de compañera, es decir, de tal
modo que a su obediencia no le falte ni honestidad ni dignidad. En el que
preside y en la que obedece, puesto que el uno representa a Cristo y la otra a
la Iglesia, sea siempre la caridad divina la reguladora de sus
deberes"[32].
Están, pues,
comprendidas en el beneficio de la fidelidad: la unidad, la castidad, la caridad
y la honesta y noble obediencia, nombres todos que significan otras tantas
utilidades de los esposos y del matrimonio, con las cuales se promueven y
garantizan la paz, la dignidad y la felicidad matrimoniales, por lo cual no es
extraño que esta fidelidad haya sido siempre enumerada entre los eximios y
peculiares bienes del matrimonio.
11. Se completa,
sin embargo, el cúmulo de tan grandes beneficios y, por decirlo así, hállase
coronado, con aquel bien del matrimonio que en frase de San Agustín hemos
llamado Sacramento, palabra que significa tanto la indisolubilidad del vínculo
como la elevación y consagración que Jesucristo ha hecho del contrato,
constituyéndolo signo eficaz de la gracia.
Y, en primer
lugar, el mismo Cristo insiste en la indisolubilidad del pacto nupcial cuando
dice: "No separe el hombre lo que ha unido Dios"[33], y: "Cualquiera que repudia
a su mujer y se casa con otra, adultera, y el que se casa con la repudiada del
marido, adultera"[34].
En tal
indisolubilidad hace consistir San Agustín lo que él llama bien del sacramento
con estas claras palabras: "Como sacramento, pues, se entiende que el matrimonio
es indisoluble y que el repudiado o repudiada no se una con otro, ni aun por
razón de la prole"[35].
Esta inviolable
indisolubilidad, aun cuando no en la misma ni tan perfecta medida a cada uno,
compete a todo matrimonio verdadero, puesto que habiendo dicho el Señor, de la
unión de nuestros primeros padres, prototipo de todo matrimonio futuro: "No
separe el hombre lo que ha unido Dios", por necesidad ha de extenderse a todo
verdadero matrimonio. Aun cuando antes de la venidad el Mesías se mitigase de
tal manera la sublimidad y serenidad de la ley primitiva, que Moisés llegó a
permitir a los mismos ciudadanos del pueblo de Dios que por dureza de su corazón
y por determinadas razones diesen a sus mujeres libelo de repudio, Cristo, sin
embargo, revocó, en virtud de su poder de legislador supremo, aquel permiso de
mayor libertad y restableció íntegramente la ley primera, con aquellas palabras
que nunca se han de echar en olvido: "No separe el hombre lo que ha unido
Dios".
Por lo cual muy
sabiamente escribió Nuestro antecesor Pío VI, de f. m., contestando al Obispo de
Agra: "Es, pues, cosa clara que el matrimonio, aun en el estado de naturaleza
pura y, sin ningún género de duda, ya mucho antes de ser elevado a la dignidad
de sacramento propiamente dicho, fue instituido por Dios, de tal manera que
lleva consigo un lazo perpetuo e indisoluble, y es, por lo tanto, imposible que
lo desate ninguna ley civil. En consecuencia, aunque pueda estar separada del
matrimonio la razón de sacramento, como acontece entre los infieles, sin
embargo, aun en este matrimonio, por lo mismo que es verdadero, debe mantenerse
y se mantiene absolutamente firme aquel lazo, tan íntimamente unido por
prescripción divina desde el principio al matrimonio, que está fuera del alcance
de todo poder civil. Así, pues, cualquier matrimonio que se contraiga, o se
contrae de suerte que sea en realidad un verdadero matrimonio, y entonces
llevará consigo el perpetuo lazo que por ley divina va anejo a todo verdadero
matrimonio; o se supone que se contrae sin dicho perpetuo lazo, y entonces no
hay matrimonio, sino unión ilegítima, contraria, por su objeto, a la ley divina,
que por lo mismo no se puede lícitamente contraer ni
conservar"[36].
12. Y aunque
parezca que esta firmeza está sujeta a alguna excepción, bien que rarísima, en
ciertos matrimonios naturales contraídos entre infieles o también, tratándose de
cristianos, en los matrimonios ratos y no consumados, tal excepción no depende
de la voluntad de los hombres, ni de ninguna autoridad meramente humana, sino
del derecho divino, cuya depositaria e intérprete es únicamente la Iglesia de
Cristo. Nunca, sin embargo, ni por ninguna causa, puede esta excepción
extenderse al matrimonio cristiano rato y consumado, porque así como en él
resplandece la más alta perfección del contrato matrimonial, así brilla también,
por voluntad de Dios, la mayor estabilidad e indisolubilidad, que ninguna
autoridad humana puede desatar.
Si queremos
investigar, Venerables Hermanos, la razón íntima de esta voluntad divina,
fácilmente la encontraremos en aquella significación mística del matrimonio, que
se verifica plena y perfectamente en el matrimonio consumado entre los fieles.
Porque, según testimonio del Apóstol, en su carta a los de Efeso[37], el
matrimonio de los cristianos representa aquella perfectísima unión existente
entre Cristo y la Iglesia: este sacramento es grande, pero yo digo, con relación
a Cristo y a la Iglesia; unión, por lo tanto, que nunca podrá desatarse mientras
viva Cristo y la Iglesia por El.
Lo cual enseña
también expresamente San Agustín con las siguientes palabras: "Esto se observa
con fidelidad entre Cristo y la Iglesia, que por vivir ambos eternamente no hay
divorcio que los pueda separar; y esta misteriosa unión de tal suerte se cumple
en la ciudad de Dios... es decir, en la Iglesia de Cristo..., que aun cuando, a
fin de tener hijos, se casen las mujeres, y los varones tomen esposas, no es
lícito repudiar a la esposa estéril para tomar otra fecunda. Y si alguno así lo
hiciere, será reo de adulterio, así como la mujer si se une a otro: y esto por
la ley del Evangelio, no por la ley de este siglo, la cual concede, una vez
otorgado el repudio, el celebrar nuevas nupcias con otro cónyuge, como también
atestigua el Señor que concedió Moisés a los israelitas a causa de la dureza de
su corazón"[38].
13. Cuántos y
cuán grandes beneficios se derivan de la indisolubilidad del matrimonio no podrá
menos de ver el que reflexione, aunque sea ligeramente, ya sobre el bien de los
cónyuges y de la prole, ya sobre la utilidad de toda la sociedad humana. Y, en
primer lugar, los cónyuges en esta misma inviolable indisolubilidad hallan el
sello cierto de perennidad que reclaman de consumo, por su misma naturaleza, la
generosa entrega de su propia persona y la íntima comunicación de sus corazones,
siendo así que la verdadera caridad nunca llega a faltar[39]. Constituye ella,
además, un fuerte baluarte para defender la castidad fiel contra los incentivos
de la infidelidad que pueden provenir de causas externas o internas; se cierra
la entrada al temor celoso de si el otro cónyuge permanecerá o no fiel en el
tiempo de la adversidad o de la vejez, gozando, en lugar de este temor, de
seguridad tranquila; se provee asimismo muy convenientemente a la conservación
de la dignidad de ambos cónyuges y al otorgamiento de su mutua ayuda, porque el
vínculo indisoluble y para siempre duradero constantemente les está recordando
haber contraído un matrimonio tan sólo disoluble por la muerte, y no en razón de
las cosas caducas, ni para entregarse al deleite, sino para procurarse
mutuamente bienes más altos y perpetuos. También se atiende perfectamente a la
protección y educación de los hijos, que debe durar muchos años, porque las
graves y continuadas cargas de este oficio más fácilmente las pueden sobrellevar
los padres aunando sus fuerzas. Y no son menores los beneficios que de la
estabilidad del matrimonio se derivan aun para toda la sociedad en conjunto.
Pues bien consta por la experiencia cómo la inquebrantable firmeza del
matrimonio es ubérrima fuente de honradez en la vida de todos y de integridad en
las costumbres; cómo, observada con serenidad tal indisolubilidad, se asegura al
propio tiempo la felicidad y el bienestar de la república, ya que tal será la
sociedad cuales son las familias y los individuos de que consta, como el cuerpo
se compone de sus miembros. Por lo cual todos aquellos que denodadamente
defienden la inviolable estabilidad del matrimonio prestan un gran servicio así
al bienestar privado de los esposos y al de los hijos como al bien público de la
sociedad humana.
14. Pero en este
bien del sacramento, además de la indisoluble firmeza, están contenidas otras
utilidades mucho más excelsas, y aptísimamente designadas por la misma palabra
Sacramento; pues tal nombre no es para los cristianos vano ni vacío, ya que
Cristo Nuestro Señor, "fundador y perfeccionador de los venerables
sacramentos"[40], elevando el matrimonio de sus fieles a verdadero y propio
sacramento de la Nueva Ley, lo hizo signo y fuente de una peculiar gracia
interior, por la cual "aquel su natural amor se perfeccionase, se confirmara su
indisoluble unidad, y los cónyuges fueran
santificados"[41].
Y porque Cristo,
al consentimiento matrimonial válido entre fieles lo constituyó en signo de la
gracia, tan íntimamente están unidos la razón de sacramento y el matrimonio
cristiano, que no puede existir entre bautizados verdadero matrimonio sin que
por lo mismo sea ya sacramento[42].
Desde el momento
en que prestan los fieles sinceramente tal consentimiento, abren para sí mismos
el tesoro de la gracia sacramental, de donde hay de sacar las energías
sobrenaturales que les llevan a cumplir sus deberes y obligaciones, fiel, santa
y perseverantemente hasta la muerte.
Porque este
sacramento, en aquellos que no ponen lo que se suele llamar óbice, no sólo
aumenta la gracia santificante, principio permanente de la vida sobrenatural,
sino que añade peculiares dones, disposiciones y gérmenes de gracia, elevando y
perfeccionando las fuerzas de la naturaleza, de suerte tal que los cónyuges
puedan no solamente bien entender, sino íntimamente saborear, retener con
firmeza, querer con eficacia y llevar a la práctica todo cuanto pertenece al
matrimonio y a sus fines y deberes; y para ello les concede, además, el derecho
al auxilio actual de la gracia, siempre que la necesiten, para cumplir con las
obligaciones de su estado.
Mas en el orden
sobrenatural, es ley de la divina Providencia el que los hombres no logren todo
el fruto de los sacramentos que reciben después del uso de la razón si no
cooperan a la gracia; por ello, la gracia propia del matrimonio queda en gran
parte como talento inútil, escondido en el campo, si los cónyuges no ejercitan
sus fuerzas sobrenaturales y cultivan y hacen desarrollar la semilla de la
gracia que han recibido. En cambio, si haciendo lo que está de su parte cooperan
diligentemente, podrán llevar la carga y llenar las obligaciones de su estado, y
serán fortalecidos, santificados y como consagrados por tan excelso sacramento,
pues, según enseña San Agustín, así como por el Bautismo y el Orden el hombre
queda destinado y recibe auxilios, tanto para vivir cristianamente como para
ejercer el ministerio sacerdotal, respectivamente, sin que jamás se vea
destituido del auxilio de dichos sacramentos, así y casi del mismo modo (aunque
sin carácter sacramental) los fieles, una vez que se han unido por el vínculo
matrimonial, jamás podrán ser privados del auxilio y del lazo de este
sacramento. Más aún, como añade el mismo Santo Doctor, llevan consigo este
vínculo sagrado aun los que han cometido adulterio, aunque no ya para honor de
la gracia, sino para castigo del crimen, "como el alma del apóstata que, aun
separándose de la unión de Cristo, y aun perdida la fe, no pierde el sacramento
de la fe que recibió con el agua bautismal"[43].
15. Los mismos
cónyuges, no ya encadenados, sino adornados; no ya impedidos, sino confortados
con el lazo de oro del sacramento, deben procurar resueltamente que su unión
conyugal, no sólo por la fuerza y la significación del sacramento, sino también
por su espíritu y por su conducta de vida, sea siempre imagen, y permanezca ésta
viva, de aquella fecundísima unión de Cristo con su Iglesia, que es, en verdad,
el misterio venerable de la perfecta caridad.
Todo lo cual,
Venerables Hermanos, si ponderamos atentamente y con viva fe, si ilustramos con
la debida luz estos eximios bienes del matrimonio —la prole, la fe y el sacramento—, no podremos menos de admirar la sabiduría, la
santidad y la benignidad divina, pues tan copiosamente proveyó no sólo a la
dignidad y felicidad de los cónyuges, sino también a la conservación y
propagación del género humano, susceptible tan sólo de procurarse con la casta y
sagrada unión del vínculo nupcial.
16. Al ponderar
la excelencia del casto matrimonio, Venerables Hermanos, se Nos ofrece mayor
motivo de dolor por ver esta divina institución tantas veces despreciada y tan
fácilmente vilipendiada, sobre todo en nuestros días.
No es ya de un
modo solapado ni en la oscuridad, sino que también en público, depuesto todo
sentimiento de pudor, lo mismo de viva voz que por escrito, ya en la escena con
representaciones de todo género, ya por medio de novelas, de cuentos amatorios y
comedias, del cinematógrafo, de discursos radiados, en fin, por todos los
inventos de la ciencia moderna, se conculca y se pone en ridículo la santidad
del matrimonio, mientras los divorcios, los adulterios y los vicios más torpes
son ensalzados o al menos presentados bajo tales colores que parece se les
quiere presentar como libres de toda culpa y de toda infamia. Ni faltan libros,
los cuales no se avergüenzan de llamarse científicos, pero que en realidad
muchas veces no tienen sino cierto barniz de ciencia, con el cual hallan camino
para insinuar más fácilmente sus errores en mentes y corazones. Las doctrinas
que en ellos se defienden, se ponderan como portentos del ingenio moderno, de un
ingenio que se gloría de buscar exclusivamente la verdad, y, con ello, de
haberse emancipado —dicen—
de todos los viejos prejuicios, entre
los cuales ponen y pregonan la doctrina tradicional cristiana del
matrimonio.
Estas doctrinas
las inculcan a toda clase de hombres, ricos y pobres, obreros y patronos, doctos
e ignorantes, solteros y casados, fieles e impíos, adultos y jóvenes, siendo a
éstos principalmente, como más fáciles de seducir, a quienes ponen peores
asechanzas.
17. Desde luego
que no todos los partidarios de tan nuevas doctrinas llegan hasta las últimas
consecuencias de liviandad tan desenfrenada; hay quienes, empeñados en seguir un
término medio, opinan que al menos en algunos preceptos de la ley natural y
divina se ha de ceder algo en nuestros días. Pero éstos no son tampoco sino
emisarios más o menos conscientes de aquel insidioso enemigo que siempre trata
de sembrar la cizaña en medio del trigo[44]. Nos, pues, a quien el Padre de
familia puso por custodio de su campo, a quien obliga el oficio sacrosanto de
procurar que la buena semilla no sea sofocada por hierbas venenosas, juzgamos
como dirigidas a Nos por el Espíritu Santo aquellas palabras gravísimas con las
cuales el apóstol San Pablo exhortaba a su amado Timoteo: "Tú, en cambio,
vigila, cumple tu ministerio..., predica la palabra, insiste oportuna e
importunamente, arguye, suplica, increpa con toda paciencia y
doctrina"[45].
Y porque, para
evitar los engaños del enemigo, es menester antes descubrirlos, y ayuda mucho
mostrar a los incautos sus argucias, aun cuando más quisiéramos no mencionar
tales iniquidades, como conviene a los Santos[46], sin embargo, por el bien y
salvación de las almas no podemos pasarlas en silencio.
18. Para
comenzar, pues, por el origen de tantos males, su principal raíz está en que,
según vociferan sus detractores, el matrimonio no ha sido instituido por el
Autor de la naturaleza, ni elevado por Cristo Señor nuestro a la dignidad de
sacramento verdadero, sino que es invención de los hombres. Otros aseguran que
nada descubren en la naturaleza y en sus leyes, sino que sólo encuentran la
facultad de engendrar la vida y un impulso vehemente de saciarla de cualquier
manera; otros, por el contrario, reconocen que se encuentran en la naturaleza
del hombre ciertos comienzos y como gérmenes de verdadera unión matrimonial, en
cuanto que, de no unirse los hombres con cierto vínculo estable, no se habría
provisto suficientemente a la dignidad de los cónyuges ni al fin natural de la
propagación y educación de la prole. Añaden, sin embargo, que el matrimonio
mismo, puesto que sobrepasa estos gérmenes, es, por el concurso de varias
causas, pura invención de la mente humana, pura institución de la voluntad de
los hombres.
19. Cuán
gravemente yerran todos ellos, y cuán torpemente se apartan de los principios de
la honestidad, se colige de lo que llevamos expuesto en esta Encíclica acerca
del origen y naturaleza del matrimonio y de los fines y bienes inherentes al
mismo. Que estas ficciones sean perniciosísimas, claramente aparece también por
las conclusiones que de ellas deducen sus mismos defensores, a saber: que las
leyes, instituciones y costumbres por las que se rige el matrimonio, debiendo su
origen a la sola voluntad de los hombres, tan sólo a ella están sometidas, y,
por consiguiente, pueden ser establecidas, cambiadas y abrogadas según el
arbitrio de los hombres y las vicisitudes de las cosas humanas; que la facultad
generativa, al fundarse en la misma naturaleza, es más sagrada y se extiende más
que el matrimonio, y que, por consiguiente, puede ejercitarse, tanto fuera como
dentro del santuario del matrimonio, aun sin tener en cuenta los fines del
mismo, como si el vergonzoso libertinaje de la mujer fornicaria gozase casi los
mismos derechos que la casta maternidad de la esposa
legítima.
Fundándose en
tales principios, algunos han llegado a inventar nuevos modos de unión,
acomodados —así dicen ellos— a las actuales circunstancias de los tiempos y de
los hombres, y que consideran como otras tantas especies de matrimonio: el
matrimonio por cierto tiempo, el matrimonio de prueba, el matrimonio amistoso,
que se atribuye la plena libertad y todos los derechos que corresponden al
matrimonio, pero suprimiendo el vínculo indisoluble y excluyendo la prole, a no
ser que las partes acuerden más tarde el transformar la unión y costumbre de
vida en matrimonio y jurídicamente perfecto.
Más aún: hay
quienes insisten y abogan por que semejantes monstruosidades sean cohonestadas
incluso por las leyes o al menos hallen descargo en los públicos usos e
instituciones de los pueblos, y ni siquiera paran mientes en que tales cosas
nada tienen, en verdad, de aquella moderna cultura de la cual tanto se jactan,
sino que son nefandas corruptelas que harían volver, sin duda, aun a los pueblos
civilizados, a los bárbaros usos de ciertos salvajes.
20. Viniendo
ahora a tratar, Venerables Hermanos, de cada uno de los aspectos que se oponen a
los bienes del matrimonio, hemos de hablar, en primer lugar, de la prole, la
cual muchos se atreven a llamar pesada carga del matrimonio, por lo que los
cónyuges han de evitarla con toda diligencia, y ello, no ciertamente por medio
de una honesta continencia (permitida también en el matrimonio, supuesto el
consentimiento de ambos esposos), sino viciando el acto conyugal. Criminal
licencia ésta, que algunos se arrogan tan sólo porque, aborreciendo la prole, no
pretenden sino satisfacer su voluptuosidad, pero sin ninguna carga; otros, en
cambio, alegan como excusa propia el que no pueden, en modo alguno, admitir más
hijos a causa de sus propias necesidades, de las de la madre o de las económicas
de la familia.
Ningún motivo,
sin embargo, aun cuando sea gravísimo, puede hacer que lo que va intrínsecamente
contra la naturaleza sea honesto y conforme a la misma naturaleza; y estando
destinado el acto conyugal, por su misma naturaleza, a la generación de los
hijos, los que en el ejercicio del mismo lo destituyen adrede de su naturaleza y
virtud, obran contra la naturaleza y cometen una acción torpe e intrínsecamente
deshonesta.
Por lo cual no
es de admirar que las mismas Sagradas Letras atestigüen con cuánto
aborrecimiento la Divina Majestad ha perseguido este nefasto delito,
castigándolo a veces con la pena de muerte, como recuerda San Agustín: "Porque
ilícita e impúdicamente yace, aun con su legítima mujer, el que evita la
concepción de la prole. Que es lo que hizo Onán, hijo de Judas, por lo cual Dios
le quitó la vida"[47].
21. Habiéndose,
pues, algunos manifiestamente separado de la doctrina cristiana, enseñada desde
el principio y transmitida en todo tiempo sin interrupción, y habiendo
pretendido públicamente proclamar otra doctrina, la Iglesia católica, a quien el
mismo Dios ha confiado la enseñanza y defensa de la integridad y honestidad de
costumbres, colocada, en medio de esta ruina moral, para conservar inmune de tan
ignominiosa mancha la castidad de la unión nupcial, en señal de su divina
legación, eleva solemne su voz por Nuestros labios y una vez más promulga que
cualquier uso del matrimonio, en el que maliciosamente quede el acto destituido
de su propia y natural virtud procreativa, va contra la ley de Dios y contra la
ley natural, y los que tal cometen, se hacen culpables de un grave
delito.
Por
consiguiente, según pide Nuestra suprema autoridad y el cuidado de la salvación
de todas las almas, encargamos a los confesore y a todos los que tienen cura de
las mismas que no consientan en los fieles encomendados a su cuidado error
alguno acerca de esta gravísima ley de Dios, y mucho más que se conserven
—ellos mismos—
inmunes de estas falsas opiniones y que
no contemporicen en modo alguno con ellas. Y si algún confesor o pastor de
almas, lo que Dios no permite, indujera a los fieles, que le han sido confiados,
a estos errores, o al menos les confirmara en los mismos con su aprobación o
doloso silencio, tenga presente que ha de dar estrecha cuenta al Juez supremo
por haber faltado a su deber, y aplíquese aquellas palabras de Cristo: "Ellos
son ciegos que guían a otros ciegos, y si un ciego guía a otro ciego, ambos caen
en la hoya"[48].
22. Por lo que
se refiere a las causas que les mueven a defender el mal uso del matrimonio,
frecuentemente suelen aducirse algunas fingidas o exageradas, por no hablar de
las que son vergonzosas. Sin embargo, la Iglesia, Madre piadosa, entiende muy
bien y se da cuenta perfecta de cuanto suele aducirse sobre la salud y peligro
de la vida de la madre. ¿Y quién ponderará estas cosas sin compadecerse? ¿Quién
no se admirará extraordinariamente al contemplar a una madre entregándose a una
muerte casi segura, con fortaleza heroica, para conservar la vida del fruto de
sus entrañas? Solamente uno, Dios, inmensamente rico y misericordioso, pagará
sus sufrimientos, soportados para cumplir, como es debido, el oficio de la
naturaleza y le dará, ciertamente, medida no sólo colmada, sino
superabundante[49].
Sabe muy bien la
santa Iglesia que no raras veces uno de los cónyuges, más que cometer el pecado,
lo soporta, al permitir, por una causa muy grave, el trastorno del recto orden
que aquél rechaza, y que carece, por lo tanto, de culpa, siempre que tenga en
cuenta la ley de la caridad y no se descuide en disuadir y apartar del pecado al
otro cónyuge. Ni se puede decir que obren contra el orden de la naturaleza los
esposos que hacen uso de su derecho siguiendo la recta razón natural, aunque por
ciertas causas naturales, ya de tiempo, ya de otros defectos, no se siga de ello
el nacimiento de un nuevo viviente. Hay, pues, tanto en el mismo matrimonio como
en el uso del derecho matrimonial, fines secundarios -verbigracia, el auxilio
mutuo, el fomento del amor recíproco y la sedación de la concupiscencia-, cuya
consecución en manera alguna está vedada a los esposos, siempre que quede a
salvo la naturaleza intrínseca del acto y, por ende, su subordinación al fin
primario.
También nos
llenan de amarga pena los gemidos de aquellos esposos que, oprimidos por dura
pobreza, encuentran gravísima dificultad para procurar el alimento de sus
hijos.
Pero se ha de
evitar en absoluto que las deplorables condiciones de orden económico den
ocasión a un error mucho más funesto todavía. Ninguna dificultad puede
presentarse que valga para derogar la obligación impuesta por los mandamientos
de Dios, los cuales prohiben todas las acciones que son malas por su íntima
naturaleza; cualesquiera que sean las circunstancias, pueden siempre los
esposos, robustecidos por la gracia divina, desempeñar sus deberes con fidelidad
y conservar la castidad limpia de mancha tan vergonzosa, pues está firme la
verdad de la doctrina cristiana, expresada por el magisterio del Concilio
Tridentino: "Nadie debe emplear aquella frase temeraria y por los Padres
anatematizada de que los preceptos de Dios son imposibles de cumplir al hombre
redimido. Dios no manda imposibles, sino que con sus preceptos te amonesta a que
hagas cuanto puedas y pidas lo que no puedas, y El te dará su ayuda para que
puedas"[50]. La misma doctrina ha sido solemnemente reiterada y confirmada por
la Iglesia al condenar la herejía jansenista, que contra la bondad de Dios osó
blasfemar de esta manera: "Hay algunos preceptos de Dios que los hombres justos,
aun queriendo y poniendo empeño, no los pueden cumplir, atendidas las fuerzas de
que actualmente disponen: fáltales asimismo la gracia con cuyo medio lo puedan
hacer"[51].
23. Todavía hay
que recordar, Venerables Hermanos, otro crimen gravísimo con el que se atenta
contra la vida de la prole cuando aun está encerrada en el seno materno. Unos
consideran esto como cosa lícita que se deja al libre arbitrio del padre o de la
madre; otros, por lo contrario, lo tachan de ilícito, a no ser que intervengan
causas gravísimas que distinguen con el nombre de indicación médica, social,
eugenésica. Todos ellos, por lo que se refiere a las leyes penales de la
república con las que se prohibe ocasionar la muerte de la prole ya concebida y
aún no dada a luz, piden que las leyes públicas reconozcan y declaren libre de
toda pena la indicación que cada uno defiende a su modo, no faltando todavía
quienes pretenden que los magistrados públicos ofrezcan su concurso para tales
operaciones destructoras; lo cual, triste es confesarlo, se verifica en algunas
partes, como todos saben, frecuentísimamente.
Por lo que atañe
a la indicación médica y terapéutica, para emplear sus palabras, ya hemos dicho,
Venerables Hermanos, cuánto Nos mueve a compasión el estado de la madre a quien
amenaza, por razón del oficio natural, el peligro de perder la salud y aun la
vida; pero ¿qué causa podrá excusar jamás de alguna manera la muerte
directamente procurada del inocente? Porque, en realidad, no de otra cosa se
trata.
Ya se cause tal
muerte a la madre, ya a la prole, siempre será contra el precepto de Dios y la
voz de la naturaleza, que clama: ¡No matarás![52]. Es, en efecto,
igualmente sagrada la vida de ambos y nunca tendrá poder ni siquiera la
autoridad pública, para destruirla. Tal poder contra la vida de los inocentes
neciamente se quiere deducir del derecho de vida o muerte, que solamente puede
ejercerse contra los delincuentes; ni puede aquí invocarse el derecho de la
defensa cruenta contra el injusto agresor (¿quién, en efecto, llamará injusto
agresor a un niño inocente?); ni existe el caso del llamado derecho de extrema
necesidad, por el cual se puede llegar hasta procurar directamente la muerte del
inocente. Son, pues, muy de alabar aquellos honrados y expertos médicos que
trabajan por defender y conservar la vida, tanto de la madre como de la prole;
mientras que, por lo contrario, se mostrarían indignos del ilustre nombre y del
honor de médicos quienes procurasen la muerte de una o de la otra, so pretexto
de medicinar o movidos por una falsa misericordia.
Lo cual
verdaderamente está en armonía con las palabras severas del Obispo de Hipona,
cuando reprende a los cónyuges depravados que intentan frustrar la descendencia
y, al no obtenerlo, no temen destruirla perversamente: "Alguna vez —dice— llega a tal punto la crueldad lasciva o la lascivia
cruel, que procura también venenos de esterilidad, y si aún no logra su intento,
mata y destruye en las entrañas el feto concebido, queriendo que perezca la
prole antes que viva; o, si en el viento ya vivía, mátala antes que nazca. En
modo alguno son cónyuges si ambos proceden así, y si fueron así desde el
principio no se unieron por el lazo conyugal, sino por estupro; y si los dos no
son así, me atrevo a decir: o ella es en cierto modo meretriz del marido, o él
adúltero de la mujer"[53].
Lo que se suele
aducir en favor de la indicación social y eugenésica se debe y se puede tener en
cuenta siendo los medios lícitos y honestos, y dentro de los límites debidos;
pero es indecoroso querer proveer a la necesidad, en que ello se apoya, dando
muerte a los inocentes, y es contrario al precepto divino, promulgado también
por el Apóstol: "No hemos de hacer males para que vengan
bienes"[54].
Finalmente, no
es lícito que los que gobiernan los pueblos y promulgan las leyes echen en
olvido que es obligación de la autoridad pública defender la vida de los
inocentes con leyes y penas adecuadas; y esto, tanto más cuanto menos pueden
defenderse aquellos cuya vida se ve atacada y está en peligro, entre los cuales,
sin duda alguna, tienen el primer lugar los niños todavía encerrados en el seno
materno. Y si los gobernantes no sólo no defienden a esos niños, sino que con
sus leyes y ordenanzas les abandonan, o prefieren entregarlos en manos de
médicos o de otras personas para que los maten, recuerden que Dios es juez y
vengador de la sangre inocente, que desde la tierra clama al
cielo[55].
24. Por último,
ha de reprobarse una práctica perniciosa que, si directamente se relaciona con
el derecho natural del hombre a contraer matrimonio, también se refiere, por
cierta razón verdadera, al mismo bien de la prole. Hay algunos, en efecto, que,
demasiado solícitos de los fines eugenésicos, no se contentan con dar ciertos
consejos saludables para mirar con más seguridad por la salud y vigor de la
prole —lo cual, desde luego, no es contrario a la recta
razón—, sino que anteponen el fin eugenésico a todo otro
fin, aun de orden más elevado, y quisieran que se prohibiese por la pública
autoridad contraer matrimonio a todos los que, según las normas y conjeturas de
su ciencia, juzgan que habían de engendrar hijos defectuosos por razón de la
transmisión hereditaria, aun cuando sean de suyo aptos para contraer matrimonio.
Más aún; quieren privarlos por la ley, hasta contra su voluntad, de esa facultad
natural que poseen, mediante intervención médica, y esto no para solicitar de la
pública autoridad una pena cruenta por delito cometido o para precaver futuros
crímenes de reos, sino contra todo derecho y licitud, atribuyendo a los
gobernantes civiles una facultad que nunca tuvieron ni pueden legítimamente
tener.
Cuantos obran de
este modo, perversamente se olvidan de que es más santa la familia que el
Estado, y de que los hombres se engendran principalmente no para la tierra y el
tiempo, sino para el cielo y la eternidad. Y de ninguna manera se puede permitir
que a hombres de suyo capaces de matrimonio se les considere gravemente
culpables si lo contraen, porque se conjetura que, aun empleando el mayor
cuidado y diligencia, no han de engendrar más que hijos defectuosos; aunque de
ordinario se debe aconsejarles que no lo contraigan.
Además de que
los gobernantes no tienen potestad alguna directa en los miembros de sus
súbditos; así, pues, jamás pueden dañar ni aun tocar directamente la integridad
corporal donde no medie culpa alguna o causa de pena cruenta, y esto ni por
causas eugenésicas ni por otras causas cualesquiera. Lo mismo enseña Santo Tomás
de Aquino cuando, al inquirir si los jueces humanos, para precaver males
futuros, pueden castigar con penas a los hombres, lo concede en orden a ciertos
males; pero, con justicia y razón lo niega e la lesión corporal: "Jamás
—dice—, según el juicio humano, se debe castigar a nadie
sin culpa con la pena de azote, para privarle de la vida, mutilarle o
maltratarle"[56].
Por lo demás,
establece la doctrina cristiana, y consta con toda certeza por la luz natural de
la razón, que los mismos hombres, privados, no tienen otro dominio en los
miembros de su cuerpo sino el que pertenece a sus fines naturales, y no pueden,
consiguientemente, destruirlos, mutilarlos o, por cualquier otro medio,
inutilizarlos para dichas naturales funciones, a no ser cuando no se pueda
proveer de otra manera al bien de todo el cuerpo.
25. Viniendo ya
a la segunda raíz de errores, la cual atañe a la fidelidad conyugal, siempre que
se peca contra la prole se peca también, en cierto modo y como consecuencia,
contra la fidelidad conyugal, puesto que están enlazados entrambos bienes del
matrimonio. Pero, además, hay que enumerar en particular tantas fuentes de
errores y corruptelas que atacan la fidelidad conyugal cuantas son las virtudes
domésticas que abraza esta misma fidelidad, a saber: la casta lealtad de ambos
cónyuges, la honesta obediencia de la mujer al marido y, finalmente, el firme y
sincero amor mutuo.
26. Falsean, por
consiguiente, el concepto de fidelidad los que opinan que hay que contemporizar
con las ideas y costumbres de nuestros días en torno a cierta fingida y
perniciosa amistad de los cónyuges con alguna tercera persona, defendiendo que a
los cónyuges se les ha de consentir una mayor libertad de sentimientos y de
trato en dichas relaciones externas, y esto tanto más cuanto que (según ellos
afirman) en no pocos es congénita una índole sexual, que no puede saciarse
dentro de los estrechos límites del matrimonio monogámico. Por ello tachan de
estrechez ya anticuada de entendimiento y de corazón, o reputan como viles y
despreciables celos, aquel rígido estado habitual de ánimo de los cónyuges
honrados que reprueba y rehuye todo afecto y todo acto libidinoso con un
tercero; y por lo mismo, sostienen que son nulas o que deben anularse todas las
leyes penales de la república encaminadas a conservar la fidelidad
conyugal.
El sentimiento
noble de los esposos castos, aun siguiendo sólo la luz de la razón,
resueltamente rechaza y desprecia como vanas y torpes semejantes ficciones; y
este grito de la naturaleza lo aprueba y confirma lo mismo el divino
mandamiento: "No fornicarás"[57], que aquello de Cristo: "Cualquiera que mirare
a una mujer con mal deseo hacia ella, ya adulteró en su corazón"[58], no
bastando jamás ninguna costumbre, ningún ejemplo depravado, ningún pretexto de
progreso humano, para debilitar la fuerza de este precepto divino. Porque así
como es uno y el mismo Jesucristo ayer y hoy, y el mismo por los siglos de los
siglos[59] así la doctrina de Cristo permanece siempre absolutamente la misma y
de ella no caerá ni un ápice siquiera hasta que todo sea perfectamente
cumplido[60].
27. Todos los
que empañan el brillo de la fidelidad y castidad conyugal, como maestros que son
del error, echan por tierra también fácilmente la fiel y honesta sumisión de la
mujer al marido; y muchos de ellos se atreven todavía a decir, con mayor
audacia, que es una indignidad la servidumbre de un cónyuge para con el otro;
que, al ser iguales los derechos de ambos cónyuges, defienden
presuntuosísimamente que por violarse estos derechos, a causa de la sujeción de
un cónyuge al otro, se ha conseguido o se debe llegar a conseguir una cierta
emancipación de la mujer. Distinguen tres clases de emancipación, según tenga
por objeto el gobierno de la sociedad doméstica, la administración del
patrimonio familiar o la vida de la prole que hay que evitar o extinguir,
llamándolas con el nombre de emancipación social, económica y fisiológica:
fisiológica, porque quieren que las mujeres, a su arbitrio, estén libres o que
se las libre de las cargas conyugales o maternales propias de una esposa
(emancipación ésta que ya dijimos suficientemente no ser tal, sino un crimen
horrendo); económica, porque pretenden que la mujer pueda, aun sin saberlo el
marido o no queriéndolo, encargarse de sus asuntos, dirigirlos y administrarlos
haciendo caso omiso del marido, de los hijos y de toda la familia; social,
finalmente, en cuanto apartan a la mujer de los cuidados que en el hogar
requieren su familia o sus hijos, para que pueda entregarse a sus aficiones, sin
preocuparse de aquéllos y dedicarse a ocupaciones y negocios, aun a los
públicos.
Pero ni siquiera
ésta es la verdadera emancipación de la mujer, ni tal es tampoco la libertad
dignísima y tan conforme con la razón que comete al cristiano y noble oficio de
mujer y esposa; antes bien, es corrupción del carácter propio de la mujer y de
su dignidad de madre; es trastorno de toda la sociedad familiar, con lo cual al
marido se le priva de la esposa, a los hijos de la madre y a todo el hogar
doméstico del custodio que lo vigila siempre. Más todavía: tal libertad falsa e
igualdad antinatural con el marido tórnase en daño de la mujer misma, pues si
ésta desciende de la sede verdaderamente regia a que el Evangelio la ha
levantado dentro de los muros del hogar, muy pronto caerá —si no en la apariencia, sí en la realidad—en la antigua esclavitud, y volverá a ser, como en el
paganismo, mero instrumento de placer o capricho del
hombre.
Finalmente, la
igualdad de derechos, que tanto se pregona y exagera, debe, sin duda alguna,
admitirse en todo cuanto atañe a la persona y dignidad humanas y en las cosas
que se derivan del pacto nupcial y van anejas al matrimonio; porque en este
campo ambos cónyuges gozan de los mismos derechos y están sujetos a las mismas
obligaciones; en lo demás ha de reinar cierta desigualdad y moderación, como
exigen el bienestar de la familia y la debida unidad y firmeza del orden y de la
sociedad doméstica.
Y si en alguna
parte, por razón de los cambios experimentados en los usos y costumbres de la
humana sociedad, deben mudarse algún tanto las condiciones sociales y económicas
de la mujer casada, toca a la autoridad pública el acomodar los derechos civiles
de la mujer a las necesidades y exigencias de estos tiempos, teniendo siempre en
cuenta lo que reclaman la natural y diversa índole del sexo femenino, la pureza
de las costumbres y el bien común de la familia; y esto contando siempre con que
quede a salvo el orden esencial de la sociedad doméstica, tal como fue
instituido por una sabiduría y autoridad más excelsa que la humana, esto es, por
la divina, y que por lo tanto no puede ser cambiado ni por públicas leyes ni por
criterios particulares.
28. Avanzan aun
más los modernos enemigos del matrimonio, sustituyendo el genuino y constante
amor, base de la felicidad conyugal y de la dulce intimidad, por cierta
conveniencia ciega de caracteres y conformidad de genios, a la cual llaman
simpatía, la cual, al cesar, debilita y hasta del todo destruye el único vínculo
que unía las almas. ¿Qué es esto sino edificar una casa sobre la arena? Y ya de
ella dijo nuestro Señor Jesucristo que el primer soplo de la adversidad la haría
cuartearse y caer: "Y soplaron vientos y dieron con ímpetu contra ella y se
desplomó y fue grande su ruina"[61]. Mientras que, por lo contrario, el edificio
levantado sobre la roca, es decir, sobre el mutuo amor de los esposos, y
consolidado por la unión deliberada y constante de las almas, ni se cuarteará
nunca ni será derribado por alguna adversidad.
29. Hemos
defendido hasta aquí, Venerables Hermanos, los dos primeros y por cierto muy
excelentes beneficios del matrimonio cristiano, tan combatidos por los
destructores de la sociedad actual. Mas porque excede con mucho a estos dos el
tercero, o sea el del sacramento, nada tiene de extraño que veamos a los
enemigos del mismo impugnar ante todo y con mayor saña su
excelencia.
Afirman, en
primer lugar, que el matrimonio es una cosa del todo profana y exclusivamente
civil, la cual en modo alguno ha de ser encomendada a la sociedad religiosa,
esto es, a la Iglesia de Cristo, sino tan sólo a la sociedad civil; añaden,
además, que es preciso eximir el contrato matrimonial de todo vínculo
indisoluble, por medio de divorcios que la ley habrá, no solamente de tolerar,
sino de sancionar: y así, a la postre, el matrimonio, despojado de toda
santidad, quedará relegado al número de las cosas profanas y
civiles.
Como principio y
fundamento establecen que sólo el acto civil ha de ser considerado como
verdadero contrato matrimonial (matrimonio civil suelen llamarlo); el acto
religioso, en cambio, es cierta añadidura que a lo sumo habrá de dejarse para el
vulgo supersticioso. Quieren, además, que sin restricción alguna se permitan los
matrimonios mixtos de católicos y acatólicos, sin preocuparse de la religión ni
de solicitar el permiso de la autoridad religiosa. Y luego, como una
consecuencia necesaria, excusan los divorcios perfectos y alaban y fomentan las
leyes civiles que favorecen la disolución del mismo vínculo
matrimonial.
30. Acerca del
carácter religioso de todo matrimonio, y mucho más del matrimonio cristiano,
pocas palabras hemos aquí de añadir, puesto que Nos remitimos a la Encíclica de
León XIII que ya hemos citado repetidas veces y expresamente hecho Nuestra, en
la cual se trata prolijamente y se defiende con graves razones cuanto hay que
advertir sobre esta materia. Pero creemos oportuno el repetir sólo algunos
puntos.
A la sola luz de
la razón natural, y mucho mejor si se investigan los vetustos monumentos de la
historia, si se pregunta a la conciencia constante de los pueblos, si se
consultan las costumbres e instituciones de todas las gentes, consta
suficientemente que hay, aun en el matrimonio natural, un algo sagrado y
religioso, "no advenedizo, sino ingénito; no procedente de los hombres, sino
innato, puesto que el matrimonio tiene a Dios por autor, y fue desde el
principio como una especial figura de la Encarnación del Verbo de Dios"[62].
Esta naturaleza sagrada del matrimonio, tan estrechamente ligada con la religión
y las cosas sagradas, se deriva del origen divino arriba conmemorado; de su fin,
que no es sino el de engendrar y educar hijos para Dios y unir con Dios a los
cónyuges mediante un mutuo y cristiano amor; y, finalmente, del mismo natural
oficio del matrimonio, establecido, con providentísimo designio del Creador, a
fin de que fuera algo así como el vehículo de la vida, por el que los hombres
cooperan en cierto modo con la divina omnipotencia. A lo cual, por razón del
sacramento, debe añadirse un nuevo título de dignidad que ennoblece
extraordinariamente al matrimonio cristiano, elevándolo a tan alta excelencia
que para el Apóstol aparece como un misterio grande y en todo
honroso[63].
Este carácter
religioso del matrimonio, con su excelsa significación de la gracia y la unión
entre Cristo y la Iglesia, exige de los futuros esposos una santa reverencia
hacia el matrimonio cristiano y un cuidado y celo también santos a fin de que el
matrimonio que intentan contraer se acerque, lo más posible, al prototipo de
Cristo y de la Iglesia.
31. Mucho faltan
en esta parte, y a veces con peligro de su eterna salvación, quienes
temerariamente y con ligereza contraen matrimonios mixtos, de los que la
Iglesia, basada en gravísimas razones, aparta con solicitud y amor maternales a
los suyos, como aparece por muchos documentos recapitulados en el canon del
Código canónico, que establece lo siguiente: "La Iglesia prohibe
severísimamente, en todas partes, que se celebre matrimonio entre dos personas
bautizadas, de las cuales una sea católica y la otra adscrita a una secta
herética o cismática; y si hay peligro de perversión del cónyuge católico y de
la prole, el matrimonio está además vedado por la misma ley divina"[64]. Y
aunque la Iglesia, a veces, según las diversas condiciones de los tiempos y
personas, llega a conceder la dispensa de estas severas leyes (salvo siempre el
derecho divino, y alejado, en cuanto sea posible, con las convenientes cautelas,
el peligro de perversión), difícilmente sucederá que el cónyuge católico no
reciba algún detrimento de tales nupcias. De donde se origina con frecuencia que
los descendientes se alejen deplorablemente de la religión, o al menos, que
vayan inclinándose paulatinamente hacia la llamada indiferencia religiosa,
rayana en la incredulidad y en la impiedad. Además de que en los matrimonios
mixtos se hace más difícil aquella viva unión de almas, que ha de imitar aquel
misterio antes recordado, esto es, la arcana unión de la Iglesia con
Cristo.
Porque
fácilmente se echará de menos la estrecha unión de las almas, la cual, como nota
y distintivo de la Iglesia de Cristo, debe ser también el sello, decoro y ornato
del matrimonio cristiano; pues se puede romper, o al menos relajar, el nudo que
enlaza a las almas cuando hay disconformidad de pareceres y diversidad de
voluntades en lo más alto y grande que el hombre venera, es decir, en las
verdades y sentimientos religiosos. De aquí el peligro de que languidezca el
amor entre los cónyuges y, consiguientemente, se destruya la paz y felicidad de
la sociedad doméstica, efecto principalmente de la unión de los corazones.
Porque, como ya tantos siglos antes había definido el antiguo Derecho romano:
"Matrimonio es la unión del marido y la mujer en la comunidad de toda la vida, y
en la comunidad del derecho divino y humano"[65].
32. Pero lo que
impide, sobre todo, como ya hemos advertido, Venerables Hermanos, esta
reintegración y perfección del matrimonio que estableció Cristo nuestro
Redentor, es la facilidad que existe, cada vez más creciente, para el divorcio.
Más aún: los defensores del neopaganismo, no aleccionados por la triste
condición de las cosas, se desatan, con acrimonia cada vez mayor, contra la
santa indisolubilidad del matrimonio y las leyes que la protegen, pretendiendo
que se decrete la licitud del divorcio, a fin de que una ley nueva y más humana
sustituya a las leyes anticuadas y sobrepasadas.
Y suelen éstos
aducir muchas y varias causas del divorcio: unas, que llaman subjetivas, y que
tienen su raíz en el vicio o en la culpa de los cónyuges; otras, objetivas, en
la condición de las cosas; todo, en fin, lo que hace más dura e ingrata la vida
común. Y pretenden demostrar dichas causas, por muchas razones. En primer lugar,
por el bien de ambos cónyuges, ya porque uno de los dos es inocente y por ello
tiene derecho a separarse del culpable, ya porque es reo de crímenes y, por lo
mismo también, se les ha de separar de una forzada y desagradable unión;
después, por el bien de los hijos, a quienes se priva de la conveniente
educación, y a quienes se escandaliza con las discordias muy frecuentes y otros
malos ejemplos de sus padres, apartándolos del camino de la virtud; finalmente,
por el bien común de la sociedad, que exige en primer lugar la desaparición
absoluta de los matrimonios que en modo alguno son aptos para el objeto natural
de ellos, y también que las leyes permitan la separación de los cónyuges, tanto
para evitar los crímenes que fácilmente se pueden temer de la convivencia de
tales cónyuges, como para impedir que aumente el descrédito de los Tribunales de
justicia y de la autoridad de las leyes, puesto que los cónyuges, para obtener
la deseada sentencia de divorcio, perpetrarán de intento crímenes por los cuales
pueda el juez disolver el vínculo, conforme a las disposiciones de la ley, o
mentirán y perjurarán con insolencia ante dicho juez, que ve, sin embargo, la
verdad, por el estado de las cosas. Por esto dicen que las leyes se deben
acomodar en absoluto a todas estas necesidades, una vez que han cambiado las
condiciones de los tiempos, las opiniones de los hombres y las costumbres e
instituciones de los pueblos: todas las cuales razones, ya consideradas en
particular, ya, sobre todo, en conjunto, demuestran con evidencia que por
determinadas causas se ha de conceder absolutamente la facultad del
divorcio.
Con mayor
procacidad todavía pasan otros más adelante, llegando a decir que el matrimonio,
como quiera que sea un contrato meramente privado, depende por completo del
consentimiento y arbitrio privado de ambos contrayentes, como sucede en todos
los demás contratos privados; y por ello, sostienen, ha de poder disolverse por
cualquier motivo.
33. Pero también
contra todos estos desatinos, Venerables Hermanos, permanece en pie aquella ley
de Dios única e irrefrenable, confirmada amplísimamente por Jesucristo: "No
separe el hombre lo que Dios ha unido"[66]; ley que no pueden anular ni los
decretos de los hombres, ni las convenciones de los pueblos, ni la voluntad de
ningún legislador. Que si el hombre llegara injustamente a separar lo que Dios
ha unido, su acción sería completamente nula, pudiéndose aplicar en consecuencia
lo que el mismo Jesucristo aseguró con estas palabras tan claras: "Cualquiera
que repudia a su mujer y se casa con otra, adultera; y el que se casa con la
repudiada del marido, adultera"[67]. Y estas palabras de Cristo se refieren a
cualquier matrimonio, aun al solamente natural y legítimo, pues es propiedad de
todo verdadero matrimonio la indisolubilidad, en virtud de la cual la solución
del vínculo queda sustraída al beneplácito de las partes y a toda potestad
secular.
No hemos de
echar tampoco en olvido el juicio solemne con que el Concilio Tridentino
anatematizó estas doctrinas: "Si alguno dijere que el vínculo matrimonial puede
desatarse por razón de herejía, o de molesta cohabitación, o de ausencia
afectada, sea anatema"[68], y "si alguno dijere que yerra la Iglesia cuando, en
conformidad con la doctrina evangélica y apostólica, enseñó y enseña que no se
puede desatar el vínculo matrimonial por razón de adulterio de uno de los
cónyuges, y que ninguno de los dos, ni siquiera el inocente, que no dio causa
para el adulterio, puede contraer nuevo matrimonio mientras viva el otro
cónyuge, y que adultera tanto el que después de repudiar a la adúltera se casa
con otra, como la que, abandonando al marido, se casa con otro, sea
anatema"[69].
Luego si la
Iglesia no erró ni yerra cuando enseñó y enseña estas cosas, evidentemente es
cierto que no puede desatarse el vínculo ni aun en el caso de adulterio, y cosa
clara es que mucho menos valen y en absoluto se han de despreciar las otras tan
fútiles razones que pueden y suelen alegarse como causa de los
divorcios.
34. Por lo
demás, las objeciones que, fundándose en aquellas tres razones, mueven contra la
indisolubilidad del matrimonio, se resuelven fácilmente. Pues todos esos
inconvenientes y todos esos peligros se evitan concediendo alguna vez, en esas
circunstancias extremas, la separación imperfecta de los esposos, quedando
intacto el vínculo, lo cual concede con palabras claras la misma ley
eclesiástica en los cánones que tratan de la separación del tálamo, de la mesa y
de la habitación[70]. Y toca a las leyes sagradas y, a lo menos también en
parte, a las civiles, en cuanto a los efectos y razones civiles se refiere,
determinar las causas y condiciones de esta separación, y juntamente el modo y
las cautelas con las cuales se provea a la educación de los hijos y a la
incolumidad de la familia, y se eviten, en lo posible, todos los peligros que
amenazan tanto al cónyuge como a los hijos y a la misma sociedad
civil.
Asimismo, todo
lo que se suele aducir, y más arriba tocamos, para probar la firmeza indisoluble
del matrimonio, todo y con la misma fuerza lógica excluye, no ya sólo la
necesidad sino también la facultad de divorciarse, así como la falta de poder en
cualquier magistrado para concederla, de donde tantos cuantos son los beneficios
que reporta la indisolubilidad, otros tantos son los perjuicios que ocasiona el
divorcio, perniciosísimos todos, así para los individuos como para la
sociedad.
Y, valiéndonos
una vez más de la doctrina de Nuestro Predecesor, apenas hay necesidad de decir
que tanta es la cosecha de males del divorcio cuanto inmenso el cúmulo de
beneficios que en sí contiene la firmeza indisoluble del matrimonio. De una
parte, contemplamos los matrimonios protegidos y salvaguardados por el vínculo
inviolable; de otra parte, vemos que los mismos pactos matrimoniales resultan
inestables o están expuestos a inquietantes sospechas, ante la perspectiva de la
posible separación de los cónyuges o ante los peligros que se ofrecen de
divorcio. De una parte, el mutuo afecto y la comunión de bienes admirablemente
consolidada; de la otra, lamentablemente debilitada a causa de la misma facultad
que se les concede para separarse. De la una, la fidelidad casta de los esposos
encuentra conveniente defensa; de la otra, se suministra a la infidelidad
perniciosos incentivos. De la una, quedan atendidos con eficacia el
reconocimiento, protección y educación de los hijos; de la otra, reciben
gravísimos quebrantos. De la una, se evitan múltiples disensiones entre los
parientes y familias; de la otra, se presentan frecuentes ocasiones de división.
De la una, más fácilmente se sofocan las semillas de la discordia; de la otra,
más copiosa y extensamente se siembran. De la una, vemos felizmente reintegrada
y restablecida, en especial, la dignidad y oficio de la mujer, tanto en la
sociedad doméstica como en la civil; de la otra, indignamente rebajada, pues que
se expone a la esposa al peligro "de ser abandonada, una vez que ha servido al
deleite del marido"[71].
Y porque, para
concluir con las palabras gravísimas de León XIII, "nada contribuye tanto a
destruir las familias y a arruinar las naciones como la corrupción de las
costumbres, fácilmente se echa de ver cuánto se oponen a la prosperidad de la
familia y de la sociedad los divorcios, que nacen de la depravación moral de los
pueblos, y que, como atestigua la experiencia, franquean la puerta y conducen a
las más relajadas costumbres en la vida pública y privada. Sube de punto la
gravedad de estos males si se considera que, una vez concedida la facultad de
divorciarse, no habrá freno alguno que pueda contenerla dentro de los límites
definidos o de los antes señalados. Muy grande es la fuerza de los ejemplos,
pero mayor es la de las pasiones; con estos incentivos tiene que suceder que el
capricho de divorciarse, cundiendo cada día más, inficione a muchas almas como
una enfermedad contagiosa o como torrente que se desborda, rotos todos los
obstáculos"[72].
Por
consiguiente, como en la misma Encíclica se lee: "Mientras esos modos de pensar
no varíen, han de temer sin cesar, lo mismo las familias que la sociedad humana,
el peligro de ser arrastrados por una ruina y peligro
universal"[73].
La cada día
creciente corrupción de costumbres y la inaudita depravación de la familia que
reina en las regiones en las que domina plenamente el comunismo, confirman
claramente la gran verdad del anterior vaticinio pronunciado hace ya cincuenta
años.
35. Llenos de
veneración, hemos admirado hasta aquí, Venerables Hermanos, cuanto en orden al
matrimonio ha establecido el Creador y Redentor de los hombres, lamentando al
mismo tiempo que designios tan amorosos de la divina bondad se vean defraudados
y tan frecuentemente conculcados en nuestros días por las pasiones, errores y
vicios de los hombres. Es, pues, muy natural que volvamos ahora Nuestros ojos
con paternal solicitud en busca de los remedios oportunos mediante los cuales
desaparezcan los perniciosísimos abusos que hemos enumerado y recobre el
matrimonio la reverencia que le es debida.
Para lo cual Nos
parece conveniente, en primer lugar, traer a la memoria aquel dictamen que en la
sana filosofía y, por lo mismo, en la teología sagrada es solemne, según el cual
todo lo que se ha desviado de la rectitud no tiene otro camino para tornar al
primitivo estado exigido por su naturaleza sino volver a conformarse con la
razón divina que (como enseña el Doctor Angélico)[74] es el ejemplar de toda
rectitud.
Por lo cual,
Nuestro Predecesor León XIII, de s. m., con razón argüía a los naturalistas con
estas gravísimas palabras: "La ley ha sido providentemente establecida por Dios
de tal modo, que las instituciones divinas y naturales se nos hagan más útiles y
saludables cuanto más permanecen íntegras e inmutables en su estado nativo,
puesto que Dios, autor de todas las cosas, bien sabe qué es lo que más conviene
a su naturaleza y conservación, y todas las ordenó de tal manera, con su
inteligencia y voluntad, que cada una ha de obtener su fin de un modo
conveniente. Y si la audacia y la impiedad de los hombres quisieran torcer y
perturbar el orden de las cosas, con tanta providencia establecido, entonces lo
mismo que ha sido tan sabia y provechosamente determinado, empezará a ser
obstáculo y dejará de ser útil, sea porque pierda con el cambio su condición de
ayuda, sea porque Dios mismo quiera castigar la soberbia y temeridad de los
hombres"[75].
36. Es
necesario, pues, que todos consideren atentamente la razón divina del matrimonio
y procuren conformarse con ella, a fin de restituirlo al debido
orden.
Mas como a esta
diligencia se opone principalmente la fuerza de la pasión desenfrenada, que es
en realidad la razón principal por la cual se falta contra las santas leyes del
matrimonio y como el hombre no puede sujetar sus pasiones si él no se sujeta
antes a Dios, esto es lo que primeramente se ha de procurar, conforme al orden
establecido por Dios. Porque es ley constante que quien se sometiere a Dios
conseguirá refrenar, con la gracia divina, sus pasiones y su concupiscencia; mas
quien fuere rebelde a Dios tendrá que dolerse al experimentar que sus apetitos
desenfrenados le hacen guerra interior.
San Agustín
expone de este modo con cuánta sabiduría se haya esto así establecido: "Es
conveniente —dice—
que el inferior se sujete al superior;
que aquel que desea se le sujete lo que es inferior se someta él a quien le es
superior. ¡Reconoce el orden, busca la paz! ¡Tú a Dios; la carne a ti! ¿Qué más
justo? ¿Qué más bello? Tú al mayor, y el menor a ti; sirve tú a quien te hizo,
para que te sirva lo que se hizo para ti. Pero, cuidado: no reconocemos, en
verdad, ni recomendamos este orden: ¡A ti la carne y tú a Dios!, sino: ¡Tú a
Dios y a ti la carne! Y si tú desprecias lo primero, es decir, Tú a Dios, no
conseguirás lo segundo, esto es, la carne a ti. Tú, que no obedeces al Señor,
serás atormentado por el esclavo"[76].
Y el mismo
bienaventurado Apóstol de las Gentes, inspirado por el Espíritu Santo, atestigua
también este orden, pues, al recordar a los antiguos sabios, que, habiendo más
que suficientemente conocido al Autor de todo lo creado, tuvieron a menos el
adorarle y reverenciarle, dice: "Por lo cual les entregó Dios a los deseos de su
corazón, a la impureza, de tal manera que deshonrasen ellos mismos sus propios
cuerpos y añade aún: por esto les entregó Dios al juego de sus pasiones"[77].
Porque "Dios resiste a los soberbios y da a los humildes la gracia"[78], sin la
cual, como enseña el mismo Apóstol, "el hombre es incapaz de refrenar la
concupiscencia rebelde"[79].
37. Luego si de
ninguna manera se pueden refrenar, como se debe, estos ímpetus indomables, si el
alma primero no rinde humilde obsequio de piedad y reverencia a su Creador, es
ante todo y muy necesario que quienes se unen con el vínculo santo del
matrimonio estén animados por una piedad íntima y sólida hacia Dios, la cual
informe toda su vida y llene su inteligencia y su voluntad de un acatamiento
profundo hacia la suprema Majestad de Dios.
Obran, pues, con
entera rectitud y del todo conformes a las normas del sentido cristiano aquellos
pastores de almas que, para que no se aparten en el matrimonio de la divina ley,
exhortan en primer lugar a los cónyuges a los ejercicios de piedad, a entregarse
por completo a Dios, a implorar su ayuda continuamente, a frecuentar los
sacramentos, a mantener y fomentar, siempre y en todas las cosas, sentimientos
de devoción y de piedad hacia Dios.
Pero gravemente
se engañan los que creen que, posponiendo o menospreciando los medios que
exceden a la naturaleza, pueden inducir a los hombres a imponer un freno a los
apetitos de la carne con el uso exclusivo de los inventos de las ciencias
naturales (como la biología, la investigación de la transmisión hereditaria, y
otras similares). Lo cual no quiere decir que se hayan de tener en poco los
medios naturales, siempre que no sean deshonestos; porque uno mismo es el autor
de la naturaleza y de la gracia, Dios, el cual ha destinado los bienes de ambos
órdenes para que sirvan al uso y utilidad de los hombres. Pueden y deben, por lo
tanto, los fieles ayudarse también de los medios naturales. Pero yerran los que
opinan que bastan los mismos para garantizar la castidad del estado conyugal, o
les atribuyen más eficacia que al socorro de la gracia
sobrenatural.
38. Pero esta
conformidad de la convivencia y de las costumbres matrimoniales con las leyes de
Dios, sin la cual no puede ser eficaz su restauración, supone que todos pueden
discernir con facilidad, con firme certeza y sin mezcla de error, cuáles son
esas leyes. Ahora bien; no hay quien no vea a cuántos sofismas se abriría camino
y cuántos errores se mezclarían con la verdad si a cada cual se dejara
examinarlas tan sólo con la luz de la razón o si tal investigación fuese
confiada a la privada interpretación de la verdad revelada. Y si esto vale para
muchas otras verdades del orden moral, particularmente se ha de proclamar en las
que se refieren al matrimonio, donde el deleite libidinoso fácilmente puede
imponerse a la frágil naturaleza humana, engañándola y seduciéndola; y esto
tanto más cuanto que, para observar la ley divina, los esposos han de hacer a
veces sacrificios difíciles y duraderos, de los cuales se sirve el hombre
frágil, según consta por la experiencia, como de otros tantos argumentos para
excusarse de cumplir la ley divina.
Por todo lo
cual, a fin de que ninguna ficción ni corrupción de dicha ley divina, sino el
verdadero y genuino conocimiento de ella ilumine el entendimiento de los hombres
y dirija sus costumbres, es menester que con la devoción hacia Dios y el deseo
de servirle se junte una humilde y filial obediencia para con la Iglesia. Cristo
nuestro Señor mismo constituyó a su Iglesia maestra de la verdad, aun en todo lo
que se refiere al orden y gobierno de las costumbres, por más que muchas de
ellas estén al alcance del entendimiento humano. Porque así como Dios vino en
auxilio de la razón humana por medio de la revelación, a fin de que el hombre,
aun en la actual condición en que se encuentra, "pueda conocer fácilmente, con
plena certidumbre y sin mezcla de error"[80], las mismas verdades naturales que
tienen por objeto la religión y las costumbres, así, y para idéntico fin,
constituyó a su Iglesia depositaria y maestra de todas las verdades religiosas y
morales; por lo tanto, obedezcan los fieles y rindan su inteligencia y voluntad
a la Iglesia, si quieren que su entendimiento se vea inmune del error y libres
de corrupción sus costumbres; obediencia que se ha de extender, para gozar
plenamente del auxilio tan liberalmente ofrecido por Dios, no sólo a las
definiciones solemnes de la Iglesia, sino también, en la debida proporción, a
las Constituciones o Decretos en que se reprueban y condenan ciertas opiniones
como peligrosas y perversas[81].
39. Tengan, por
lo tanto, cuidado los fieles cristianos de no caer en una exagerada
independencia de su propio juicio y en una falsa autonomía de la razón, incluso
en ciertas cuestiones que hoy se agitan acerca del matrimonio. Es muy impropio
de todo verdadero cristiano confiar con tanta osadía en el poder de su
inteligencia, que únicamente preste asentimiento a lo que conoce por razones
internas; creer que la Iglesia, destinada por Dios para enseñar y regir a todos
los pueblos, no está bien enterada de las condiciones y cosas actuales; o
limitar su consentimiento y obediencia únicamente a cuanto ella propone por
medio de las definiciones más solemnes, como si las restantes decisiones de
aquélla pudieran ser falsas o no ofrecer motivos suficientes de verdad y
honestidad. Por lo contrario, es propio de todo verdadero discípulo de
Jesucristo, sea sabio o ignorante, dejarse gobernar y conducir, en todo lo que
se refiere a la fe y a las costumbres, por la santa madre Iglesia, por su
supremo Pastor el Romano Pontífice, a quien rige el mismo Jesucristo Señor
nuestro.
Debiéndose,
pues, ajustar todas las cosas a la ley y a las ideas divinas, para que se
obtenga la restauración universal y permanente del matrimonio, es de la mayor
importancia que se instruya bien sobre el mismo a los fieles; y esto de palabra
y por escrito, no rara vez y superficialmente, sino a menudo y con solidez, con
razones profundas y claras, para conseguir de este modo que esta verdades rindan
las inteligencias y penetren hasta lo íntimo de los corazones. Sepan y mediten
con frecuencia cuán grande sabiduría, santidad y bondad mostró Dios hacia los
hombres, tanto al instituir el matrimonio como al protegerlo con leyes sagradas;
y mucho más al elevarlo a la admirable dignidad de sacramento, por la cual se
abre a los esposos cristianos tan copiosa fuente de gracias, para que casta y
fielmente realicen los elevados fines del matrimonio, en provecho propio y de
sus hijos, de toda la sociedad civil y de la humanidad
entera.
40. Y ya que los
nuevos enemigos del matrimonio trabajan con todas sus fuerzas, lo mismo de
palabra que con libros, folletos y otros mil medios, para pervertir las
inteligencias, corromper los corazones, ridiculizar la castidad matrimonial y
enaltecer los vicios más inmundos, con mucha más razón vosotros, Venerables
Hermanos, a quienes "el Espíritu Santo ha instituido Obispos, para regir la
Iglesia de Dios, que ha ganado El con su propia sangre"[82], debéis hacer cuanto
esté de vuestra parte, ya por vosotros mismos y por vuestros sacerdotes, ya
también por medio de seglares oportunamente escogidos entre los afiliados a la
Acción Católica, tan vivamente por Nos deseada y recomendada como auxiliar del
apostolado jerárquico, a fin de que, poniendo en juego todos los medios
razonables, contrapongáis al error la verdad, a la torpeza del vicio el
resplandor de la castidad, a la servidumbre de las pasiones la libertad de los
hijos de Dios, a la inicua facilidad de los divorcios la perenne estabilidad del
verdadero amor matrimonial y de la inviolable fidelidad, hasta la muerte, en el
juramento prestado. Así los fieles rendirán con toda el alma incesantes gracias
a Dios por haberles ligado con sus preceptos y haberles movido suavemente a
rehuir en absoluto la idolatría de la carne y la servidumbre innoble a que les
sujetaría el placer[83]. Asimismo, mirarán con terror y con diligencia suma
evitarán aquellas nefandas opiniones que, para deshonor de la dignidad humana,
se divulgan en nuestros días, mediante la palabra y la pluma, con el nombre de
perfecto matrimonio, y que hacen de semejante matrimonio perfecto no otra cosa
que un matrimonio depravado, como se ha dicho con toda justicia y
razón.
41. Esta
saludable instrucción y educación religiosa sobre el matrimonio cristiano dista
mucho de aquella exagerada educación fisiológica, por medio de la cual algunos
reformadores de la vida conyugal pretenden hoy auxiliar a los esposos,
hablándoles de aquellas materias fisiológicas con las cuales, sin embargo,
aprenden más bien el arte de pecar con refinamiento que la virtud de vivir
castamente.
Por lo cual
hacemos Nuestras con sumo agrado, Venerables Hermanos, aquellas palabras que
Nuestro predecesor León XIII, de f. m., dirigía a los Obispos de todo el orbe en
su Encíclica sobre el matrimonio cristiano: "Procurad, con todo el esfuerzo y
toda la autoridad que podáis, conservar en los fieles, encomendados a vuestro
cuidado, íntegra e incorrupta la doctrina que nos han comunicado Cristo Señor
nuestro y los Apóstoles, intérpretes de la voluntad divina, y que la Iglesia
católica religiosamente ha conservado, imponiendo en todos los tiempos su
cumplimiento a todos los cristianos"[84].
42. Mas, como ni
aun la mejor instrucción comunicada por medio de la Iglesia, por muy buena que
sea, basta, ella sola, para conformar de nuevo el matrimonio con la ley de Dios,
a la instrucción de la inteligencia es necesario añadir, por parte de los
cónyuges, una voluntad firme y decidida de guardar las leyes santas que Dios y
la naturaleza han establecido sobre el matrimonio. Sea cual fuere lo que otros,
ya de palabra, ya por escrito, quieran afirmar y propagar, se decreta y sanciona
para los cónyuges lo siguiente, a saber, que en todo lo que al matrimonio se
refiere se sometan a las disposiciones divinas: en prestarse mutuo auxilio,
siempre con caridad; en guardar la fidelidad de la castidad; en no atentar jamás
contra la indisolubilidad del vínculo; en usar los derechos adquiridos por el
matrimonio, siempre según el sentido y piedad cristiana, sobre todo al principio
del matrimonio, a fin de que, si las circunstancias exigiesen después la
continencia, les sea más fácil guardarla a cualquiera de los dos, una vez ya
acostumbrados a ella.
Mucho les
ayudará para conseguir, conservar y poner en práctica esta voluntad decidida, la
frecuente consideración de su estado y el recuerdo siempre vivo del Sacramento
recibido. Recuerden siempre que para la dignidad y los deberes de dicho estado
han sido santificados y fortalecidos con un sacramento peculiar, cuya eficacia
persevera siempre, aun cuando no imprima carácter.
A este fin
mediten estas palabras verdaderamente consoladoras del santo cardenal Roberto
Belarmino, el cual, con otros teólogos de gran nota, así piensa y escribe: "Se
puede considerar de dos maneras el sacramento del matrimonio: o mientras se
celebra, o en cuanto permanece después de su celebración. Porque este sacramento
es como la Eucaristía que no solamente es sacramento mientras se confecciona:
pues mientras viven los cónyuges, su sociedad es siempre el Sacramento de Cristo
y de la Iglesia"[85].
Mas para que la
gracia del mismo produzca todo su efecto, como ya hemos advertido, es necesaria
la cooperación de los cónyuges, y ésta consiste en que con trabajo y diligencia
sinceramente procuren cumplir sus deberes, poniendo todo el empeño que esté de
su parte. Pues así como en el orden natural para que las fuerzas que Dios ha
dado desarrollen todo su vigor es necesario que los hombres apliquen su trabajo
y su industria, pues si faltan éstos jamás se obtendrá provecho alguno, así
también las fuerzas de la gracia que, procedentes del sacramento, yacen
escondidas en el fondo del alma, han de desarrollarse por el cuidado propio y el
propio trabajo de los hombres. No desprecien, por lo tanto, los esposos la
gracia propia del sacramento que hay en ellos[86]; porque después de haber
emprendido la constante observancia de sus obligaciones, aunque sean difíciles,
experimentarán cada día con más eficacia, en sí mismos, la fuerza de aquella
gracia.
Y si alguna vez
se ven oprimidos más gravemente por trabajos de su estado y de su vida, no
decaigan de ánimo, sino tengan como dicho de alguna manera para sí lo que el
apóstol San Pablo, hablando del sacramento del Orden, escribía a Timoteo, su
discípulo queridísimo, que estaba muy agobiado por trabajos y sufrimientos: "Te
amonesto que resucites la gracia de Dios que hay en ti, la cual te fue dada por
la imposición de mis manos. Pues no nos dio el Señor espíritu de temor, sino de
virtud, de amor y de sobriedad"[87].
43. Todo esto,
Venerables Hermanos, depende, en gran parte, de la debida preparación para el
matrimonio, ya próxima ya remota. Pues no puede negarse que tanto el fundamento
firme del matrimonio feliz como la ruina el desgraciado se preparan y se basan,
en los jóvenes de ambos sexos, ya desde su infancia y de su juventud. Y así ha
de temerse que quienes antes del matrimonio sólo se buscaron a sí mismos y a sus
cosas, y condescendieron con sus deseos aun cuando fueran impuros, sean en el
matrimonio cuales fueron antes de contraerlo, es decir, que cosechen lo que
sembraron[88]; o sea, tristeza en el hogar doméstico, llanto,
mutuo desprecio, discordias, aversiones, tedio de la vida común, y, lo que es
peor, encontrarse a sí mismos llenos de pasiones
desenfrenadas.
Acérquense,
pues, los futuros esposos, bien dispuestos y preparados, al estado matrimonial,
y así podrán ayudarse mutuamente, como conviene, en las circunstancias prósperas
y adversas de la vida, y, lo que vale más aún, conseguir la vida eterna y la
formación del hombre interior hasta la plenitud de la edad de Cristo[89]. Esto
les ayudará también para que en orden a sus queridos hijos, se conduzcan como
quiso Dios que los padres se portasen con su prole; es decir, que el padre sea
verdadero padre y la madre verdadera madre; de suerte que por su amor piadoso y
por sus solícitos cuidados, la casa paterna, aunque colocada en este valle de
lágrimas y quizás oprimida por dura pobreza, sea una imagen de aquel paraíso de
delicias en el que colocó el Creador del género humano a nuestros primero
padres. De aquí resultará que puedan hacer a los hijos hombres perfectos y
perfectos cristianos, al imbuirles el genuino espíritu de la Iglesia católica y
al infiltrarles, además, aquel noble afecto y amor a la patria que la gratitud y
la piedad del ánimo exigen.
44. Y así, lo
mismo quienes tienen intención de contraer más tarde el sano matrimonio, que
quienes se dedican a la educación de la juventud, tengan muy en cuenta tal
porvenir, lo preparen alegre e impidan que sea triste, recordando lo que
advertíamos en Nuestra Encíclica sobre la educación: "Es, pues, menester
corregir las inclinaciones desordenadas, fomentar y ordenar las buenas desde la
más tierna infancia, y sobre todo hay que iluminar el entendimiento y fortalecer
la voluntad con las verdades sobrenaturales y los medios de la gracia, sin la
cual no es posible dominar las perversas inclinaciones y alcanzar la debida
perfección educativa de la Iglesia, perfecta y completamente dotada por Cristo
de la doctrina divina y de los sacramentos, medios eficaces de la
gracia"[90].
A la preparación
próxima de un buen matrimonio pertenece de una manera especial la diligencia en
la elección del consorte, porque de aquí depende en gran parte la felicidad o la
infelicidad del futuro matrimonio, ya que un cónyuge puede ser al otro de gran
ayuda para llevar la vida conyugal cristianamente, o, por lo contrario, crearle
serios peligros y dificultades. Para que no padezcan, pues, por toda la vida las
consecuencias de una imprudente elección, deliberen seriamente los que deseen
casarse antes de elegir la persona con la que han de convivir para siempre; y en
esta deliberación tengan presente las consecuencias que se derivan del
matrimonio: en orden, en primer lugar, a la verdadera religión de Cristo, y
además en orden a sí mismo, al otro cónyuge, a la futura prole y a la sociedad
humana y civil, que nace del matrimonio como de su propia fuente. Imploren con
fervor el auxilio divino para que elijan según la prudencia cristiana, no
llevados por el ímpetu ciego y sin freno de la pasión, ni solamente por razones
de lucro o por otro motivo menos noble, sino guiados por un amor recto y
verdadero y por un afecto leal hacia el futuro cónyuge, buscando en el
matrimonio, precisamente, aquellos fines para los cuales Dios lo ha instituido.
No dejen, en fin, de pedir para dicha elección el prudente y tan estimable
consejo de sus padres, a fin de precaver, con el auxilio del conocimiento más
maduro y de la experiencia que ellos tienen en las cosas humanas, toda
equivocación perniciosa y para conseguir también más copiosa la bendición divina
prometida a los que guardan el cuarto mandamiento. "Honra a tu padre y a tu
madre (que es el primer mandamiento en la promesa) para que te vaya bien y
tengas larga vida sobre la tierra"[91].
45. Y, porque
con frecuencia el cumplimiento perfecto de los mandamientos de Dios y la
honestidad del matrimonio se ven expuestos a grandes dificultades, cuando los
cónyuges sufran con las angustias de la vida familiar y la escasez de bienes
temporales, será necesario atender a remediarles, en estas necesidades, del modo
que mejor sea posible.
Para lo cual hay
que trabajar, en primer término, con todo empeño, a fin de que la sociedad
civil, como sabiamente dispuso Nuestro predecesor León XIII[92], establezca un
regimen económico y social en el que los padres de familia puedan ganar y
procurarse lo necesario para alimentarse a sí mismos, a la esposa y a los hijos,
según las diversas condiciones sociales y locales, "pues el que trabaja merece
su recompensa"[93]. Negar ésta o disminuirla más de lo debido es gran injusticia
y, según las Sagradas Escrituras, un grandísimo pecado[94]; como tampoco es
lícito establecer salarios tan mezquinos que, atendidas las circunstancias y los
tiempos, no sean suficientes para alimentar a la familia.
Procuren, sin
embargo, los cónyuges, ya mucho tiempo antes de contraer matrimonio, prevenir o
disminuir al menos las dificultades materiales; y cuiden los doctos de
enseñarles el modo de conseguir esto con eficacia y dignidad. Y, en caso de que
no se basten a sí solos, fúndense asociaciones privadas o públicas con que se
pueda acudir al socorro de sus necesidades vitales[95].
46. Cuando con
todo esto no se lograse cubrir los gastos que lleva consigo una familia,
mayormente cuando ésta es numerosa o dispone de medios reducidos, exige el amor
cristiano que supla la caridad las deficiencias del necesitado, que los ricos en
primer lugar presten su ayuda a los pobres, y que cuantos gozan de bienes
superfluos no los malgasten o dilapiden, sino que los empleen en socorrer a
quienes carecen de lo necesario. Todo el que se desprenda de sus bienes en favor
de los pobres recibirá muy cumplida recompensa en el día del último juicio; pero
los que obraren en contrario tendrán el castigo que se merecen[96], pues no es
vano el aviso del Apóstol cuando dice: "Si alguien tiene bienes de este mundo y,
viendo a su hermano en necesidad, cierra las entrañas para no compadecerse de
él, ¿cómo es posible que en él resida la caridad de
Dios?"[97].
47. No bastando
los subsidios privados, toca a la autoridad pública suplir los medios de que
carecen los particulares en negocio de tanta importancia para el bien público,
como es el que las familias y los cónyuges se encuentren en la condición que
conviene a la naturaleza humana.
Porque si las
familias, sobre todo las numerosas, carecen de domicilio conveniente; si el
varón no puede procurarse trabajo y alimentos; si los artículos de primera
necesidad no pueden comprarse sino a precios exagerados; si las madres, con gran
detrimento de la vida doméstica, se ven obligadas a ganar el sustento con su
propio trabajo; si a éstas les faltan, en los ordinarios y aun extraordinarios
trabajos de la maternidad, los alimentos y medicinas convenientes, el médico
experto, etc., todos entendemos cuánto se deprimen los ánimos de los cónyuges,
cuán difícil se les hace la convivencia doméstica y el cumplimiento de los
mandamientos de Dios, y también a qué grave riesgo se exponen la tranquilidad
pública y la salud y la vida de la misma sociedad civil, si llegan estos hombres
a tal grado de desesperación, que, no teniendo nada que perder, creen que podrán
recobrarlo todo con una violenta perturbación social.
Consiguientemente, los gobernantes no pueden
descuidar estas materiales necesidades de los matrimonios y de las familias sin
dañar gravemente a la sociedad y al bien común; deben, pues, tanto cuando
legislan como cuando se trata de la imposición de los tributos, tener especial
empeño en remediar la penuria de las familias necesitadas; considerando esto
como uno de los principales deberes de su autoridad.
Con ánimo
dolorido contemplamos cómo, no raras veces, trastrocando el recto orden,
fácilmente se prodigan socorros oportunos y abundantes a la madre y a la prole
ilegítima (a quienes también es necesario socorrer, aun por la sola razón de
evitar mayores males), mientras se niegan o no se conceden sino escasamente, y
como a la fuerza, a la madre y a los hijos de legítimo
matrimonio.
48. Pero no sólo
en lo que atañe a los bienes temporales importa, Venerables Hermanos, a la
autoridad pública, que esté bien constituido el matrimonio y la familia, sino
también en lo que se refiere al provecho que se ha de llamar propio de las
almas, o sea en que se den leyes justas relativas a la fidelidad conyugal, al
mutuo auxilio de los esposos y a cosas semejantes, y que se cumplan fielmente;
porque, como comprueba la historia, la salud de la república y la felicidad de
los ciudadanos no puede quedar defendida y segura si vacila el mismo fundamento
en que se basa, que es la rectitud del orden moral y si está cegada por vicios
de los ciudadanos la fuente donde se origina la sociedad, es decir, el
matrimonio y la familia.
Ahora bien; para
conservar el orden moral no bastan ni las penas y recursos externos de la
sociedad, ni la belleza de la virtud, y su necesidad, sino que se requiere una
autoridad religiosa que ilumine nuestro entendimiento con la luz de la verdad, y
dirija la voluntad y fortalezca la fragilidad humana con los auxilios de la
divina gracia; pero esa autoridad sólo es la Iglesia, instituida por Cristo
nuestro Señor. Y así encarecidamente exhortamos en el Señor a todos los
investidos con la suprema potestad civil a que procuren y mantengan la concordia
y amistad con la misma Iglesia de Cristo, para que, mediante la cooperación
diligente de ambas potestades, se destierren los gravísimos males que amenazan
tanto a la Iglesia como a la sociedad, si penetran en el matrimonio y en la
familia tan procaces libertades.
49. Mucho pueden
favorecer la leyes civiles a este oficio gravísimo de la Iglesia, teniendo en
cuenta en sus disposiciones lo que ha establecido la ley divina y eclesiástica y
castigando a los que las quebrantaren. No faltan, en efecto, quienes creen que
lo que las leyes civiles permiten o no castigan es también lícito según la ley
moral; ni quienes lo pongan por obra, no obstante la oposición de la conciencia,
ya que no temen a Dios y nada juzgan deber temer de las leyes humanas, causando
así no pocas veces su propia ruina y la de otros muchos.
Ni a la
integridad ni a los derechos de la sociedad puede venir peligro o menoscabo de
esta unión con la Iglesia; toda sospecha y todo temor semejante es vano y sin
fundamento, lo cual ya dejó bien probado León XIII: "Nadie duda —afirma— que el Fundador de la Iglesia, Jesucristo, haya
querido que la potestad sagrada sea distinta de la potestad civil y que tenga
cada una libertad y facilidad para desempeñar su cometido; pero con esta
añadidura, que conviene a las dos e interesa a todos los hombres que haya entre
ellas unión y concordia... Pues si la potestad civil va en pleno acuerdo con la
Iglesia, por fuerza ha de seguirse utilidad grande para las dos. La dignidad de
una se enaltece, y, si la religión va delante, su gobierno será siempre justo; a
la otra se le ofrecen auxilios de tutela y defensa encaminados al bien público
de los fieles"[98].
Y, para aducir
ejemplo claro y de actualidad, sucedió esto conforme al orden debido y
enteramente según la ley de Cristo, cuando en el Concordato solemne entre la
Santa Sede y el Reino de Italia, felizmente llevado a cabo, se estableció un
convenio pacífico y una cooperación también amistosa en orden a los matrimonios,
como correspondía a la historia gloriosa de Italia y a los sagrados recuerdos de
la antigüedad.
Y así se lee
como decretado en el Tratado de Letrán: "La nación italiana, queriendo restituir
al matrimonio, que es la base de la familia, una dignidad que está en armonía
con las tradiciones de su pueblo, reconoce efectos civiles al sacramento del
Matrimonio que se conforme con el derecho canónico"[99]; a la cual norma
fundamental se añadieron, después, otras determinaciones de aquel mutuo
acuerdo.
Esto puede a
todos servir de ejemplo y argumento de que también en nuestra edad (en la que
por desgracia tanto se predica la separación absoluta de la autoridad civil, no
ya sólo de la Iglesia, sino aun de toda religión) pueden los dos poderes
supremos, mirando a su propio bien y al bien común de la sociedad, unirse y
pactar amigablemente, sin lesión alguna de los derechos y de la potestad de
ambos, y de común acuerdo velar por el matrimonio, a fin de apartar de las
familias cristianas peligros tan funestos y una ruina ya
inminente.
50. Queremos,
pues, Venerables Hermanos, que todo lo que, movidos por solicitud pastoral,
acabamos de considerar con vosotros, lo difundáis con amplitud, siguiendo las
normas de la prudencia cristiana, entre todos Nuestros amados hijos confiados a
vuestros cuidados inmediatos, entre todos cuantos sean miembros de la gran
familia cristiana; a fin de que conozcan todos perfectamente la verdadera
doctrina acerca del matrimonio, se aparten con diligencia de los peligros
preparados por los pregoneros del error, y, sobre todo," para que, renunciando a
la impiedad y a los deseos mundanos, vivan sobria, justa y religiosamente en
este siglo, aguardando la bienaventurada esperanza y la venida gloriosa del gran
Dios y Salvador nuestro, Jesucristo"[100].
51. Haga Dios
Padre Omnipotente, del cual es nombrada toda paternidad en los cielos y en la
tierra[101], que robustece a los débiles y da fuerzas a los tímidos y
pusilánimes; haga nuestro Señor y Redentor Jesucristo, fundador y perfeccionador
de los venerables sacramentos[102], que quiso y determinó que el matrimonio
fuese una mística imagen de su unión inefable con la Iglesia; haga el Espíritu
Santo, Dios Caridad, lumbre de los corazones y vigor de los espíritus, que
cuanto en esta Nuestra Encíclica hemos expuesto acerca del santo sacramento del
Matrimonio, sobre la ley y voluntad admirables de Dios en lo que a él se
refiere, sobre los errores y peligros que los amenazan y sobre los remedios con
que se les puede combatir, lo impriman todos en su inteligencia, lo acaten en su
voluntad y, con la gracia divina, lo pongan por obra, para que así la fecundidad
consagrada al Señor, la fidelidad inmaculada, la firmeza inquebrantable, la
profundidad del sacramento y la plenitud de las gracias vuelvan a florecer y
cobrar nuevo vigor en los matrimonios cristianos.
Y para que Dios
Nuestro Señor, autor de toda gracia, cuyo es todo querer y obrar[103], se digne
conceder todo ello según la grandeza de su benignidad y de su omnipotencia,
mientras con instancia elevamos humildemente Nuestras preces al trono de su
gracia, os damos, Venerables Hermanos, a vosotros, al Clero y al pueblo confiado
a los constantes desvelos de vuestra vigilancia, la Bendición Apostólica, prenda
de la bendición copiosa de Dios Omnipotente.
Dado en Roma,
junto a San Pedro, el 31 de diciembre del año 1930, año noveno de Nuestro
Pontificado.
NOTAS
[1] Eph.
5, 32
[2] Enc.
Arcanum 10 febr.
1880.
[3] Gen. 1, 27-28;
2, 22-23; Mat. 19, 3 ss.; Eph. 5, 23
ss.
[4] Conc. Trid. sess.
24.
[5] Cf. C.I.C. c.
1081, §2.
[6] Ibid. c.
1081,§1.
[7] Santo Tomás,
Suma Teológica III Suplem.q. 49 a. 3.
[8] Enc.
Rerum novarum 15 de mayo de 1891.
[9] Gen.
1, 28.
[10] Enc. Ad
salutem 20 de abril de 1930.
[11] S. Aug.
De bono coniug. 24,
32.
[12] S. Aug. De Gen. ad
litt. 9, 7, 12.
[13] Gen. 1,
28.
[14] 1 Tim. 5,
14.
[15] S. Aug.
De bono coniug. 24,
32.
[16] Cf. 1 Cor. 2,
9.
[17] Cf. Eph. 2,
19.
[18] Io. 16,
21.
[19] Enc. Divini illius
Magistri 31 de diciembre de. 1929.
[20] S. Aug. De Gen. ad
litt. 9, 7,
12.
[21] C.I.C. c. 1013,
§1.
[22] Conc. Trid., sess.
24.
[23] Mat. 5,
28.
[24] Cf. Decr. S. Off., 2
mar. 1679, prop. 50.
[25] Eph. 5, 25; cf.
Col. 3, 19.
[26] Catech. Rom. 2,
8, 24.
[27] Cf. S. Greg. M.
Homil. 30 in Evang. (Io. 14, 23-31), n. 1.
[28] Mat. 22,
40.
[29] Cf. Cateches.
Rom. 2, 8,
13.
[30] 1 Cor. 7,
3.
[31] Eph. 5,
22-23.
[32] Enc.
Arcanum.
[33] Mat. 19,
6.
[34] Luc. 16,
18.
[35] S. Aug. De Gen. ad
litt. 9, 7, 12.
[36] Pius VI Rescript.
ad Episc. Agriens.
11de julio de 1789.
[37] Eph. 5,
32.
[38] S. Aug.
De
nupt. et concup. 1,
10.
[39] 1 Cor. 13,
8.
[40] Conc. Trid. sess.
24.
[41]
Ibid.
[42] C.I.C. c.
1012.
[43] S. Aug. De nupt. et
concup. 1,
10.
[44] Cf. Mat. 13,
25.
[45] 2 Tim. 4,
2-5.
[46] Eph. 5,
3.
[47] S. Aug.
De coniug. adult. 2, 12; cf. Gen. 38, 8-10; S.
Poenitent. 3 april, 3. iun.
1916.
[48] Mat. 15, 14;
Decr. S Off., 22 nov. 1922.
[49] Luc. 6,
38.
[50] Conc. Trid. sess. 6,
cap. 11.
[51] Const. ap. Cum
occasione 31 maii 1653, prop. 1.
[52] Ex. 20, 13; cf. Decr.
S. Off., 4 maii 1898, 24 iul. 1895, 31 maii 1884.
[53] S. Aug. De nupt. et
concup. cap. 15.
[54] Cf. Rom. 3,
8.
[55] Cf. Gen. 4,
10.
[56] Suma
teológica 2. 2ae. 108, 4, ad 2.
[57] Ex. 20,
14.
[58] Mat. 5,
28.
[59] Hebr. 13,
8.
[60] Cf. Mat. 5,
18.
[61] Mat. 7,
27.
[62] León XIII,
enc. Arcanum.
[63] Cf. Eph. 5, 32;
Hebr. 13, 4.
[64] C.I.C. c.
1060.
[65] Modestinus, in
Dig. (23, 2; De ritu nupt. lib. I
Regularum).
[66] Mat. 19,
6.
[67] Luc. 16,
18.
[68] Conc. Trid. sess. 24,
c. 5.
[69] Ibid. c.
7.
[70] C.I.C. c. 1128
ss.
[71] León XIII,
enc. Arcanum.
[72]
Ibid.
[73]
Ibid.
[74] Suma
Teológica l. 2ae. 91,
1-2.
[75] Enc.
Arcanum.
[76] S. Aug. Enarrat. in
Ps. 143.
[77] Rom. 1, 24.
26.
[78] Iac. 4,
6.
[79] Cf. Rom. caps.
7 et
8.
[80] Conc. Vat., sess.
3,
c. 2.
[81] Cf. Conc. Vat., sess.
3, c. 4; C.I.C. can. 1324.
[82] Act. 20,
28.
[83] Cf. Io. 8, 32
ss.; Gal. 5, 13.
[84] Enc.
Arcanum.
[85] S. Rob.
Bellarm. De controversiis t. 2, «De Matrimonio» contr. 2,
6.
[86] Cf. 1 Tim. 4,
14.
[87] 2 Tim. 1,
6-7.
[88] Cf. Gal. 6,
9.
[89] Cf. Eph. 4,
13.
[90] Enc. Divini illius
Magistri 31 dec. 1929.
[91] Eph.
6, 2-3; cf. Ex. 20, 12.
[92] Enc.
Rerum novarum.
[93] Luc.
10, 7.
[94] Cf. Deut. 24, 14.
15.
[95] Cf. León XIII, enc.
Rerum
novarum.
[96] Mat. 25, 34
ss.
[97] 1
Io. 3, 17.
[98] Enc.
Arcanum.
[99] Concord. art. 34;
A.A.S. 21 (1929) 290.
[100] Tit. 2,
12-13.
[101] Eph. 3,
15.
[102] Conc. Trid., sess.
24.
[103] Phil. 2,
13.